Del sueño y de la esperanza, queda ya muy poco. De esa enorme porción de ciudadanos que vio en el estallido social un motivo para el júbilo, todavía menos. Pero es cierto: “Chile cambió”; los vergonzosos “treinta años” definitivamente se esfumaron y la estatua del general Baquedano jamás volverá a lucir en una limpia y bien cuidada plaza Italia. Ese país, por decisión de los propios chilenos, se acabó para siempre.
Vivimos ahora un tiempo monocorde, donde la inseguridad y el crimen se han convertido en una emergencia nacional. Los noticieros no dan respiro; día tras día son el obsesivo mosaico de los asaltos, balaceras, ajustes de cuentas, heridos, muertos y descuartizados que pueblan nuestras angustias. Solo en la última semana tres carabineros asesinados y calcinados sin un móvil aparente, sin que nadie reivindique el hecho. El mensaje en clave habrá sido recibido por alguien, o por todos, pero no sabemos cuál es. En el barrio Yungay, a pocas calles de la casa del Presidente, a plena luz del día, las cámaras registran a un joven que no se resiste al ser asaltado; con aparente resignación entrega el celular y la billetera, pero eso no lo salva de ser acribillado a quemarropa. ¿La razón? Quizá ni el asesino la sabe con certeza. A una velocidad increíble, nos hemos ido acostumbrando a vivir en el miedo, en el riesgo permanente. Las autoridades tratan de convencernos de que estamos mejor que hace dos años y una parte de nosotros quiere creerles, pues no hacerlo resulta insoportable. Es que no se puede vivir en la angustia de no saber si llegaremos a casa, o si los hijos no serán sorprendidos por una balacera a la vuelta de la esquina.
Como el hambre y la sed, el miedo nos conecta con una fibra muy atávica. Es algo animal que enciende el instinto de arrancar en cualquier dirección o de defendernos como sea posible. En su razón primera, el Estado y las instituciones existen para contener y controlar ese impulso, ya que su libre expresión nos impide convivir. En rigor, cuando el miedo se impone y se normaliza, es inevitable que termine por degradarlo todo, y que lleve al imperativo de la sobrevivencia a traspasar cualquier límite.
Es la cercanía de ese límite lo que en el último tiempo ha terminado por trastocar nuestras vidas. Ingenuos, nos dejamos convencer de que la violencia era un precio razonable para tener un país mejor y más justo. Pero muy pronto descubrimos que la violencia es como el genio de la lámpara: una vez sacada, no se puede volver a encerrar. Ahora todos somos sus víctimas, incluso quienes la idolatraron e instrumentalizaron. Hoy el miedo a las balas nos consume por igual. Echamos de menos el orden público y vamos camino a justificar cualquier cosa con tal de reestablecerlo. Como una tragicómica metáfora del nuevo Chile, hasta la Subsecretaría para la Prevención del Delito terminó siendo asaltada. Tarde, como siempre, empezaremos a descubrir que no hay peor ingrediente para una sociedad que el miedo.
Max Colodro