El ministro Carlos Montes —un político prestigioso, de trayectoria hasta ahora irreprochable— recibió a un grupo de pobladores en el frontis del ministerio, y megáfono en mano se dirigió a ellos manifestándoles la comunidad de intereses que tenía el Gobierno con sus demandas y reprochando la corrupción que en el ministerio que dirige se había constatado.
El ministerio bajo la conducción de Carlos Montes está bajo una indagatoria en la que se inquiere acerca de un conjunto de convenios con los que se distraía dinero de los programas ministeriales para aprovechamiento de un conjunto de audaces, quienes, disfrazados de filántropos y de militantes políticos, simulaban vivir preocupados de mejorar los campamentos y apagar otras carencias, cuando en realidad, y a juzgar por los antecedentes, la única preocupación que los aquejaba era obtener dinero a costa de ellas (y de quienes las padecen). Todos esos desaguisados, que son delito, ocurrieron bajo las narices y la responsabilidad final del ministro que ahora peroraba frente a esos pobladores, aseverándoles que se perseguiría la corrupción y que el compromiso de construir estaba en pie e incólume.
¿Hizo bien el ministro?
No del todo.
Desde luego, no parece muy razonable que quien tiene a su cargo la institución que está bajo la lupa, quien está bajo escrutinio por parte de órganos regulares del Estado —el Congreso, la Fiscalía de manera indirecta, la Contraloría— establezca vínculos directos y de esa índole con grupos de manifestantes que lo apoyan. Y no es razonable porque parece un indicio de que la peor tentación del populismo pudiera incoarse a partir de este tipo de gestos. ¿Cuál es esa tentación? Esa tentación es la de establecer vínculos directos con el pueblo como una terapia frente a los reproches que merece el propio quehacer público. Como si se pudieran tratar con indiferencia las reglas mientras el pueblo confiara en que no se las infringió. Una de las peores formas de populismo (el ministro no ha incurrido en ella, pero la tentación es fácil si principia a sentirla como un bálsamo frente al agobio del escrutinio) consiste en establecer vínculos con la ciudadanía o el pueblo, al margen de las instituciones, como una forma de poner atajo, siquiera simbólico, a la investigación que estas últimas llevan adelante.
Nada de esto hace bien a las instituciones.
Y no les hace bien porque las instituciones, especialmente las estatales, funcionan sobre la base de la responsabilidad y esta última —la responsabilidad— solo existe allí donde alguien, para bien o para mal, la hace suya y en vez de eludirla la enfrenta, dando explicaciones completas, manteniendo la sobriedad, evitando erigirse en víctima de incomprensión o de maltrato y asumiendo las consecuencias. Pero si las autoridades, en vez de asumir esa actitud sobria y dedicar su tiempo a explicar cómo pudo ocurrir esto o aquello, cómo pudo ser que estando tal o cual función bajo su responsabilidad ella se desquiciara sin él advertirlo, prefieren, como acaba de hacer el ministro Montes, ignorar en los hechos a las instituciones perorando con un megáfono, en vez de dar explicaciones pormenorizadas frente a quienes puedan confrontar las que formule, entonces todos acaban dañados, incluso aquellas personas que lo aplaudían y acunaban como si él fuera una víctima incomprendida, cuando en realidad —no vale la pena ocultarlo y menos ocultárselo— él es el último responsable político de todo eso que tiene el aspecto flagrante de un delito.
No es posible que en un ministerio ocurran cosas como las que han ocurrido en el de la Vivienda y se culpe a los procedimientos, a lo que se hizo o se dejó de hacer antes, a los funcionarios intermedios, a este factor o a este otro, a la premura a que obliga la solidaridad, a la inexperiencia de la juventud, al desconocimiento de los laberintos de reglas en que consiste el Estado, a la ambición de unos pocos, a esto o aquello, y que lo más obvio, eso que está a la base de la democracia, eso que conforma toda la dignidad del Estado y que con razón el parlamentario Montes demandó tantas veces, consistente en asumir la responsabilidad política siquiera de palabra reconociéndola ante la ciudadanía, parezca ahora haberse olvidado.
El ministro Carlos Montes —un político prestigioso, de trayectoria hasta ahora irreprochable— recibió a un grupo de pobladores en el frontis del ministerio, y megáfono en mano se dirigió a ellos manifestándoles la comunidad de intereses que tenía el Gobierno con sus demandas y reprochando la corrupción que en el ministerio que dirige se había constatado.
El ministerio bajo la conducción de Carlos Montes está bajo una indagatoria en la que se inquiere acerca de un conjunto de convenios con los que se distraía dinero de los programas ministeriales para aprovechamiento de un conjunto de audaces, quienes, disfrazados de filántropos y de militantes políticos, simulaban vivir preocupados de mejorar los campamentos y apagar otras carencias, cuando en realidad, y a juzgar por los antecedentes, la única preocupación que los aquejaba era obtener dinero a costa de ellas (y de quienes las padecen). Todos esos desaguisados, que son delito, ocurrieron bajo las narices y la responsabilidad final del ministro que ahora peroraba frente a esos pobladores, aseverándoles que se perseguiría la corrupción y que el compromiso de construir estaba en pie e incólume.
¿Hizo bien el ministro?
No del todo.
Desde luego, no parece muy razonable que quien tiene a su cargo la institución que está bajo la lupa, quien está bajo escrutinio por parte de órganos regulares del Estado —el Congreso, la Fiscalía de manera indirecta, la Contraloría— establezca vínculos directos y de esa índole con grupos de manifestantes que lo apoyan. Y no es razonable porque parece un indicio de que la peor tentación del populismo pudiera incoarse a partir de este tipo de gestos. ¿Cuál es esa tentación? Esa tentación es la de establecer vínculos directos con el pueblo como una terapia frente a los reproches que merece el propio quehacer público. Como si se pudieran tratar con indiferencia las reglas mientras el pueblo confiara en que no se las infringió. Una de las peores formas de populismo (el ministro no ha incurrido en ella, pero la tentación es fácil si principia a sentirla como un bálsamo frente al agobio del escrutinio) consiste en establecer vínculos con la ciudadanía o el pueblo, al margen de las instituciones, como una forma de poner atajo, siquiera simbólico, a la investigación que estas últimas llevan adelante.
Nada de esto hace bien a las instituciones.
Y no les hace bien porque las instituciones, especialmente las estatales, funcionan sobre la base de la responsabilidad y esta última —la responsabilidad— solo existe allí donde alguien, para bien o para mal, la hace suya y en vez de eludirla la enfrenta, dando explicaciones completas, manteniendo la sobriedad, evitando erigirse en víctima de incomprensión o de maltrato y asumiendo las consecuencias. Pero si las autoridades, en vez de asumir esa actitud sobria y dedicar su tiempo a explicar cómo pudo ocurrir esto o aquello, cómo pudo ser que estando tal o cual función bajo su responsabilidad ella se desquiciara sin él advertirlo, prefieren, como acaba de hacer el ministro Montes, ignorar en los hechos a las instituciones perorando con un megáfono, en vez de dar explicaciones pormenorizadas frente a quienes puedan confrontar las que formule, entonces todos acaban dañados, incluso aquellas personas que lo aplaudían y acunaban como si él fuera una víctima incomprendida, cuando en realidad —no vale la pena ocultarlo y menos ocultárselo— él es el último responsable político de todo eso que tiene el aspecto flagrante de un delito.
No es posible que en un ministerio ocurran cosas como las que han ocurrido en el de la Vivienda y se culpe a los procedimientos, a lo que se hizo o se dejó de hacer antes, a los funcionarios intermedios, a este factor o a este otro, a la premura a que obliga la solidaridad, a la inexperiencia de la juventud, al desconocimiento de los laberintos de reglas en que consiste el Estado, a la ambición de unos pocos, a esto o aquello, y que lo más obvio, eso que está a la base de la democracia, eso que conforma toda la dignidad del Estado y que con razón el parlamentario Montes demandó tantas veces, consistente en asumir la responsabilidad política siquiera de palabra reconociéndola ante la ciudadanía, parezca ahora haberse olvidado. (El Mercurio)
Carlos Peña