El país de las elecciones-Claudio Hohmann

El país de las elecciones-Claudio Hohmann

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En octubre de 2020, cuando la pandemia arreciaba en Chile, casi sin percatarnos –como suele ocurrir no pocas veces en el devenir de las naciones– se abrió un inédito ciclo de elecciones en el país como ninguno que hayamos tenido en nuestra historia. De hecho, pocas democracias en el mundo han experimentado un calendario de contiendas electorales con la frecuencia e intensidad como el que hemos acometido aquí.

Los chilenos hemos pisado a fondo el acelerador de la democracia y en el camino por delante no se prevé que vayamos a ponerle freno. En buena hora. Al estallido social de octubre de 2019, ese momento pavoroso cuando la institucionalidad tambaleó como si de pronto fuera a derrumbarse, le han sucedido una seguidilla de elecciones que han puesto al país en el más vibrante carril institucional que es dable imaginar en una república que “hace camino al andar” a punta de votaciones populares.

La lista es larga y diversa. Hemos votado por darnos una nueva constitución; para ello hemos elegido a los integrantes de una ignota Convención Constitucional y luego hemos rechazado sin más su propuesta en un plebiscito; hemos votado en primera y segunda vuelta en la octava elección presidencial desde 1990; hemos elegido parlamentarios y alcaldes cuando se ha cumplido el período de los incumbentes; hemos elegido por primera vez gobernadores, también en dos vueltas (y con ellos han desaparecido los tradicionales intendentes designados por el Presidente de la República); y, finalmente, este año nos aprestamos a elegir a los consejeros del nuevo Consejo Constitucional, para luego pronunciarnos en las urnas por la que será la segunda propuesta constitucional sometida a nuestra consideración en cosa de meses (quince para ser exactos). En suma, una decena o más de eventos electorales, algunos de los cuales han revestido la mayor trascendencia para el curso que ha tomado el país desde esos días aciagos de octubre de 2019, cuando Chile ardía por los cuatro costados.

Tres de esos acontecimientos destacan por sus decisivos efectos en el rumbo por el que nos vamos encauzando, que ni el más creativo cronista político habría imaginado hace tan solo tres años. El primero fue el plebiscito de entrada de 2020, el puntapié inicial del ciclo electoral en el que estamos inmersos. El elocuente 80% a favor de una nueva carta fundamental dio fin a la Constitución que nos regía desde 1980 (con sus versiones corregidas en 1989 y 2005). O eso es lo que parecía, hasta que el segundo evento, un no menos elocuente rechazo de la propuesta constitucional en septiembre pasado, nos ha puesto ante la inesperada posibilidad de que continúe vigente por un tiempo indeterminado, si es que a fines de este año el plebiscito de salida resultara en un nuevo rechazo. Entre medio, se produjo la elección del Presidente Gabriel Boric, el primer gobernante de una alianza política distinta a las reformistas de centroizquierda o centroderecha que gobernaron el país desde 1990. Si se los ve con prudente distancia se podrá apreciar el profundo surco que cada uno de estos tres episodios han marcado –y seguirán marcando– en la vida nacional. El Chile actual, y el que está por venir en los próximos años, no se puede explicar sino a partir de ellos.

Habrá que agregar otro acontecimiento trascendental: el voto obligatorio para el plebiscito de salida, aprobado como parte de las reglas del primer proceso constitucional. En su momento pasó casi desapercibido hasta que devino en inesperado protagonista del contundente rechazo popular a la propuesta constitucional. Recientemente fue restituido por el Parlamento para todas las elecciones populares en adelante. Será un antes y un después para la política nacional, que con el voto voluntario venía ostentando tasas de abstención peligrosamente elevadas y sesgos en los resultados electorales –cómo olvidar el de los convencionales– que no le estaban haciendo honor a la democracia.

En cambio, el que lo hace sobradamente en el país de las elecciones es el Servel. Donde campea una desconfianza generalizada en las instituciones, este mecanismo de precisión de nuestra democracia brilla como pocos. Sometido a la más exigente prueba que podría enfrentar un servicio electoral en cualquier parte del mundo –una contienda electoral tras otra, sin margen de error – ha tenido un impecable cometido, prueba fehaciente de que las cosas bien hechas son posibles en esta región del mundo, donde lo contrario suele darse con frecuencia. Es un ejemplo que debería tenerse a la vista en el próximo proceso constitucional, que tiene la difícil tarea de corregir un sistema político requerido de urgentes reparaciones. (El Líbero)

Claudio Hohmann