Ahora que se acerca el quinto aniversario de estallido social de octubre de 2019, es bueno recordar las causas de la molestia de la ciudadanía, que se expresó, al menos en los primeros días, en masivas manifestaciones y marchas pacíficas. La gente estaba descontenta con el abuso empresarial, con la corrupción en instituciones públicas, y con esa cancha dispareja que dificultaba la consolidación de una sociedad meritocrática que premiara el esfuerzo más que la cuna o los apellidos.
La violencia que pronto se apoderó de las calles, la legitimación a esa violencia que otorgó una buena parte de la izquierda, y la cobarde e irresponsable actitud de una clase política que se atemorizó ante el descontento popular llevaron a una respuesta profundamente equivocada por parte de la élite política y empresarial del país. En vez de tomar medidas claras para que el modelo funcionara mejor para todos, desde el gobierno de Piñera hasta el gran empresariado decidieron culpar a la Constitución de 1980 de todos los males de Chile. Además, prometieron, cual fraudulento alquimista, un proceso constituyente como una píldora mágica que iba a curar milagrosamente todos los males que sufría el país.
El resto de esta trágica historia ya es conocido. La firma del Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución en noviembre de 2019 no puso fin ni a la violencia del octubrismo revolucionario e irresponsable ni tampoco forjó un camino para mejorar el modelo. La violencia refundacional del octubrismo y la incapacidad de la derecha política para proponer una mejor vía alternativa que mejorara el modelo y lo hiciera más inclusivo nos llevaron por ese oscuro, traumático y autodestructivo camino de los dos procesos constitucionales fracasados.
Es cierto que la primera Convención Constitucional podría haber actuado de forma menos radical. Muchos lamentarán que ambos procesos constituyentes desaprovecharon inmejorables oportunidades para producir un texto constitucional razonable que lograra cerrar de forma definitiva el debate sobre la conveniencia de tener una Constitución impuesta por una dictadura. Pero el costo de abrir ese proceso constituyente que terminó en rotundo fracaso lo seguiremos pagando por muchos años más. En vez de aprovechar la oportunidad para hacer reformas que nos impulsaran por el camino del desarrollo y la inclusión, desde 2019 estamos estancados como país. Volver a encontrar el rumbo tomará tiempo y mucho sacrificio.
Lo que es peor, cinco años después, las causas del descontento social de 2019 todavía siguen presentes. Los recientes escándalos de corrupción que golpearon duramente a líderes del oficialista Frente Amplio (como el caso convenios) dejaron en claro que esa generación de recambio político terminó siendo una quimera. Aquellos que llegaron predicando desde la superioridad moral terminaron comportándose de la misma forma que los políticos que ellos venían a remplazar. El amiguismo, el nepotismo y el uso de los recursos estatales como caja pagadora de favores políticos se mantuvo, sino empeoró, bajo este gobierno de jóvenes idealistas que venían a sepultar el neoliberalismo y que pronto se convirtieron en la peor administración política que ha tenido el país desde el retorno de la democracia.
Pero las malas prácticas y la vieja costumbre de hablar de meritocracia y comportarse como miembros de la vieja y odiada fronda aristocrática de siempre se mantuvieron también en la oposición. El escándalo del Caso Audio ha desnudado una maraña de tráfico de influencias y de comportamientos reñidos con la moral y la justicia. La forma en que el abogado Luis Hermosilla se movía en las altas esferas del poder como un operador que podía presumiblemente lograr fallos judiciales favorables, nombramientos a cargos importantes, positivos reportajes en medios de prensa y acceso a las más altas autoridades del país alimentan las sospechas de que, en este país, la cancha no es pareja, de que reina el abuso y la ley no es ni ciega ni justa.
Por eso, resulta incomprensible que, en vez de demandar que el peso de la justicia caiga sobre los responsables de enlodar la fe pública y, en vez de demostrar un compromiso con la igualdad de derechos y oportunidades para todos, una buena parte de la clase política aparezca más preocupada de articular defensas corporativas, de relativizar lo inaceptable y de normalizar lo que se ve mal y huele peor.
La reputación del Poder Judicial está por el suelo. El gobierno inepto no es capaz de avanzar una agenda razonable de reformas y hace noticia más por los proyectos de inversión que bloquea que por las iniciativas que impulsa para generar empleo y mejorar los servicios públicos. La oposición repetidamente se hace autogoles. Con varias acusaciones constitucionales contra miembros de la Corte Suprema en curso, la derecha ha logrado que el debate público sea sobre el desmedido sueldo de 17 millones de pesos mensuales que recibía como profesora universitaria una exministra y actual candidata a alcaldesa. Cualquier observador razonable puede observar que el estado de la institucionalidad democrática en Chile dista de ser saludable.
Sabemos que el estallido social en 2019 se produjo por el descontento con el abuso, y no por la Constitución. Ahora algunos finalmente entienden que el proceso constituyente no era el remedio que curaría el malestar en Chile. Por eso, resulta incomprensible que la élite política no tome las medidas para combatir de forma decidida y exitosa la percepción reinante en el país de que las élites abusan, se protegen corporativamente y predican un discurso de igualdad de oportunidades y respeto a las leyes que ellos nunca han sido capaces de poner en práctica. (El Líbero)
Patricio Navia