Durante estos días universidades, centros de estudio y diversas instituciones han abierto espacios de reflexión para analizar el estallido social. Cinco años han parecido un tiempo razonable para observar este fenómeno, y aunque la tentación de la política sea seguir con los diagnósticos, el análisis profundo y acabado debe quedar en otras manos. A esta le toca avanzar, y para eso ya hay claves suficientes.
El estallido social que vivió Chile no fue un evento aislado; sino la manifestación visible de un proceso que comenzó antes y en el que aún continuamos. Revisar la prensa de los días pre estallido reafirma la inconsciencia respecto de lo que venía. Éramos los ingleses de América y nos concentrábamos en otras prioridades. Algunos ya lo habían advertido, es verdad, pero el registro da cuenta de que no cargábamos con esa preocupación sobre nuestros hombros. Por otra parte, la transformación cultural global que precedió al estallido fue profunda y también pasó desapercibida. La ruptura del tejido social, la crisis de autoridad y el estado de agotamiento físico y emocional, característicos de nuestro tiempo, se sumaron a la pérdida de sentido de pertenencia. A esto se añadió la crisis de instituciones tradicionales, como la Iglesia, así como la corrupción institucional y los casos altamente mediatizados que se combinaron, a su vez, con cambios materiales significativos. La salida de la pobreza generó una sociedad más consciente de sus logros y del riesgo de perderlos. Las expectativas de la población crecieron, al igual que el endeudamiento de la clase media. Todo esto contribuyó a un fenómeno que trasciende lo político y nos afectó profundamente.
Luego llegó el estupor: ¿Qué está pasando?¿Quién y por qué queman el metro?¿Por qué la ciudadanía no sale en masa a exigir el fin de la violencia, sino que, la apoya o la ignora? ¿Cómo es posible que un país que crece, sale de la pobreza y muestra excelentes indicadores enfrente un estallido social? ¿Cómo puede convivir el crecimiento económico con una revolución en las calles?
Junto a ese desconcierto, aparecieron emociones intensas y contrapuestas. El panorama nacional, fue capturado por el temor y la euforia. Esta última, un estado de bienestar y entusiasmo desbordante, convivía con el miedo y una enorme incertidumbre.
El estallido puso en jaque la institucionalidad democrática y dejó en evidencia una crisis del Estado, manifestada especialmente en la ineficacia de los servicios de inteligencia y en las dificultades para mantener el control del orden público. Por otra parte, y con excepción del acuerdo del 15 de noviembre, la política no fue capaz de encausar los procesos sociales y la violencia fue validada. La revolución fue idealizada, los protagonistas de “la revuelta” romantizados olvidando que, a diferencia de muchos pasajes de la historia, existían canales institucionales para procesar cambios. El país se dividió entre amigos y enemigos, y la sensación de una hegemonía cultural sin contrapeso activó una polarización profunda, dificultando el diálogo y la búsqueda de consensos que pudieran restaurar la convivencia social y construir un futuro.
El proceso de reconstrucción en el que estamos inmersos es incierto y requiere de una política con mayúscula. En este contexto la respuesta a la pregunta de si fue un estallido social o delictual no puede ser unívoca. Centrarse exclusivamente en la condena a la violencia o en la irresponsabilidad de la izquierda de la época, que por cierto es necesario e imprescindible, no puede ignorar que el magma social subyacente y los cambios culturales y sociales que no vimos ni comprendimos, siguen vigentes. Anhelar una nostalgia restaurativa que intente retroceder la historia no solo es inviable, sino que lleva el sesgo de querer regresar a un país que, en realidad, nunca existió tal como lo imaginamos. Por eso, es fundamental que cualquier proyecto político que aspire a ser viable en el tiempo ponga en el centro de sus preocupaciones la empatía con los que sufren y anhelan, la equidad y la responsabilidad (que excede con mucho a la oportunidad electoral).
Reconocer esta realidad no es ser auto flagelante, ni implica ignorar la importancia del crecimiento, ni de las barreras técnicas e ideológicas que hoy enfrentamos; es evitar ser ciegos ante la evidencia. (La Tercera)
María José Naudon
Decana de la Escuela de Gobierno de la UAI.