Concluir el año y comenzar el que viene con el caso Dominga tiene algo de simbólico. Y es que Dominga reúne en sí buena parte de los motivos que han animado, para bien y para mal, la escena pública de los últimos años.
El fallecido expresidente Piñera tuvo propiedad en ella e intervino alguna vez cuando las críticas medioambientales arreciaban; la familia Délano (involucrada en el caso Penta) tomó el control al adquirir la parte del primero; una hija de la expresidenta Bachelet era propietaria de un terreno cercano; el Presidente Boric, en uno de sus primeros discursos, exclamó ¡No a Dominga!
Al igual que esa técnica del tapiz que consiste en hundir un botón en la tela para producir el efecto de que esta última sale del botón —el punto de capitoné—, así también el caso Dominga aparenta ser el origen de todas las controversias del último tiempo. En torno a Dominga se condensa una serie de significados en cuyo derredor construyó su identidad el Frente Amplio.
Dominga es así el punto de capitoné de la esfera pública chilena.
Y eso es lo que explica que en este caso el Gobierno se comporte como un litigante más, no como una autoridad deferente con las decisiones judiciales, sino como un abogado que se esmera en demorarlas, enredarlas, postergarlas, evitando así cumplirlas.
Desde luego, es sorprendente —para no decir escandaloso— que la administración del Estado no sepa cuál es el orden de subrogancia de los cargos del Ejecutivo. Pero, aunque parezca increíble, esa es la excusa que se ha formulado para demorar la decisión del Comité de Ministros. Para un país que se precia de su juridicidad, del respeto por las instituciones, que de pronto sus autoridades caigan en la cuenta de que ignoran quién sustituye a quién en el Estado, es sencillamente increíble y es sorprendente que se lo haya tomado en serio. ¿No se advierte acaso cuánto daño se hace a la institucionalidad cuando se la administra como un litigante que en vez de cumplir las reglas intenta usarlas como argucias procesales para imponer la propia voluntad?
La Corte Suprema deberá ahora decidir si acaso la sentencia del tribunal ambiental es o no conforme a derecho. No le corresponde a la Corte, sobra decirlo, evaluar el proyecto, tampoco discernir si favorece o no el bienestar social, menos si lesiona o no el medio ambiente y en qué grado. Lo que le corresponde a la Corte Suprema es establecer si acaso la decisión del tribunal ambiental está admitida por las reglas. La Corte debe eludir la tentación (en la que alguna vez algunos de sus miembros incurrieron) de examinar el problema desde el punto de vista de las políticas públicas, porque ello no es tarea de los jueces. La tarea de los jueces y la dignidad de que están revestidos y la importancia que poseen, deriva del hecho de que en sus manos se encuentra la custodia de las reglas sea cual fuere el contenido que ellas poseen. No es la crítica o la modificación del derecho lo que les corresponde sino decir lo que el derecho dice.
Así el fallo de la Corte Suprema ayudará a recuperar la cordura en un caso anegado de significados políticos. Para eso sirven las reglas: ellas introducen sosiego y ascetismo en los conflictos, son razones finales que acaban con lo que de otra forma sería un discusión y un proceso sinfín. Pero, claro, ello exige de la administración y del Gobierno que abandone, una vez que la decisión se conozca, y especialmente si ella le es desfavorable, esa actitud de litigante que ha mostrado estos días y que recuerde que el manejo del Estado es incompatible con la actitud de quienes están fuera de él.
El caso Dominga, vimos al inicio, atrae simbólicamente en derredor suyo la figura del expresidente Piñera, el caso Penta, la convicción temprana del Presidente Boric. Habría que agregar que también recuerda una cierta identidad espiritual que en estos casos asoma entre el espíritu de las ONG y el del Gobierno. (El Mercurio)
Carlos Peña