El síndrome de Pilatos

El síndrome de Pilatos

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Una forma de medir la calidad de una cultura política o, lo que es lo mismo, la forma en que quienes forman parte de ella conciben sus deberes, es la disposición a tomar la responsabilidad por las propias decisiones, decir, fui yo quien decidí tal o cual cosa a la luz de tales o cuales razones.

El caso de las isapres es un buen test.

El problema —no hay que olvidarlo— se desató cuando la Corte Suprema en un fallo polémico se inmiscuyó en cuestiones de política pública. Arguyendo que los derechos constitucionales eran razones finales para las decisiones, los sobrepuso al Derecho legislado y emitió una decisión de alcance general que prescribía la devolución a los afiliados de lo que en su opinión eran excesos. Las fuerzas de gobierno —no sería honrado ocultarlo— vieron la oportunidad de sacar las castañas con mano ajena e hicieron caso omiso de los problemas institucionales que planteaba. El paso siguiente —cuando se vuelve la vista atrás— es increíble. La Corte Suprema estableció plazos para la dictación de una ley que permitiera a la Superintendencia hacer cumplir ese fallo. Sin exagerar, es como si la iniciativa de ley se hubiere radicado, por momentos, en el Poder Judicial.

La ciudadanía abrigó entonces expectativas de recibir una suma que, en total, superaba mil millones de dólares. Por fin, se decía una y otra vez, se hacía justicia y la verdadera expoliación que se atribuía al sistema de isapres sería vengada.

Pero como suele ocurrir, el principio de realidad (atenerse a él en política es un deber ético, observa Max Weber) se impuso. Cumplir la literalidad de lo ordenado por la Corte en ese fallo (un fallo que buena parte de la comunidad legal consideró incorrecto) conduciría al sistema de salud, no a las isapres solamente, sino al sistema de salud en su conjunto, al descalabro. El principio de realidad se impuso y se redactó entonces la ley cuya aplicación ahora ha causado escándalo, alimentado matinales, y ha sido combustible de comentarios ligeros que en vez de razonar buscan halagar los sentimientos inmediatos de las audiencias.

Y como los actores políticos (no todos, claro, pero buena parte de ellos) han sustituido a la ciudadanía raciocinante por las audiencias y buscan su aprobación en las redes, y en vez de razonar se apresuran a lavarse las manos, se han apresurado, y esto es lo sorprendente e increíble, a pedir explicaciones, en vez de darlas; a quejarse, a maldecir y a insinuar que, de nuevo, los intereses de las isapres se han visto satisfechos, como si no hubieran sido ellos quienes adoptaron la decisión que hoy critican y como si esa decisión no hubiera sido inevitable, salvo que se consintiera en un descalabro.

Por supuesto que hay mucho de irrisorio en la forma de devolución, desde luego; pero no ha de olvidarse que la realidad se venga de quienes la desoyen, provocando situaciones irrisorias como estas que son producto —no hay que olvidarlo— de desaciertos institucionales muy tempranos, el principal de los cuales fue ese fallo que pretendió hacer política pública razonando a partir de los derechos, como si todos ellos fueran cartas de triunfo que debían imperar aunque el cielo se viniera abajo. Y resultado, además, de la incapacidad del Gobierno y la clase política de discernir a tiempo una política pública ordenada y equilibrada que no pretendiera, como se pretendió al querer sacar las castañas con la mano del gato, suprimir el sistema exonerándose del esfuerzo de discernir con cuidado y con racionalidad una reforma que lo mejorara.

Ahora, al volver la vista atrás, se advierte lo que en su momento parecía obvio: hay una oposición conceptual entre razonar en torno a derechos y hacer política pública, puesto que en el primer caso no se atiende a las consecuencias (se adopta esto o aquello, aunque el cielo se venga abajo, como decían los antiguos), en tanto en el segundo se persiguen objetivos comunes, el principal de los cuales es el aumento del bienestar agregado corregido por algún principio de justicia distributiva. Pero, se sabe hoy, los jueces no tienen información óptima para adoptar este tipo de decisiones y de ahí que no es correcto exigirles que las adopten, y sea un error —la realidad lo ha puesto de manifiesto— consentir sin crítica alguna que modelen las políticas públicas a partir de fallos. (El Mercurio)

Carlos Peña