La marea del caso Audio amenaza con arrastrar al sistema de designación de los jueces de la Corte Suprema, que se halla en entredicho a raíz de las conductas de algunos magistrados para lograr su nominación y la manera en que se comportaron tras ser ratificados en sus cargos.
El modelo actual utiliza los pesos y contrapesos propios de la división de poderes: la Corte Suprema escoge una quina y el Ejecutivo elige de esta un postulante que, para acceder al cargo, debe ser ratificado por dos tercios del Senado. Es un mecanismo en el cual la política ocupa un lugar prominente, pues obliga a la participación de diversos actores y a la negociación entre ellos. Sin embargo, lo que debía ser un proceso amplio y un incentivo al consenso ha derivado en un fiasco. La manera en que operan los actores lo ha desvirtuado.
Algunos creen que el mecanismo es el responsable. Sugieren que, si existiera otra manera de designar a los jueces, estas cosas no pasarían. Piden entonces una reforma que altere el trámite, como si esa fuera la solución. Por desgracia, no es tan simple. En realidad, en las condiciones actuales, cambiar el sistema sería tan útil como cuando don Otto vendió el sofá en el cual descubrió a su amigo Fritz engañándolo con su señora.
Es probable que el sistema necesite ajustes que mejoren las cosas, pero sería torpe creer que el problema sólo radica en las reglas del juego. Porque lo que verdaderamente está fallando es la política y quienes la practican. Lo que han revelado los mensajes telefónicos expuestos es que, en cada etapa del proceso, hay faltas cometidas por personas de carne y hueso. Lo que tiene enfermo al sistema es la conducta de los agentes, no al revés. Así, lo que primero debe cambiar es la política.
La tentación es la de siempre: caer en una tecnificación que aleje o limite la agencia humana para escoger a los jueces. Hay quienes han propuesto, por ejemplo, que estos sean designados por sorteo o por una comisión de expertos. Según esta lógica, la clave estaría en concebir un mecanismo impecable, ojalá con la menor intervención posible de los políticos, para minimizar riesgos. Pero la utopía tecnocrática, hemos visto en otras áreas, supone, a la larga, peligros quizás peores, porque utiliza una lógica utilitarista que deshumaniza y genera problemas muy graves.
La solución no parece ser eludir la política, sino mejorarla y hacerla exigible. Castigar con ejemplaridad a quienes violan su objetivo esencial (la búsqueda del bien común) y operan solo en beneficio propio. Dejar en claro que la democracia no es solo cuestión de leyes e instituciones apropiadas, sino que requiere de hábitos virtuosos de los ciudadanos y, especialmente, sus líderes. Solo una restauración moral nos librará de los males que presenciamos hoy.
Juan Ignacio Brito