El tiempo del trabajo

El tiempo del trabajo

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Los debates públicos a veces suelen esconder, por debajo de una superficie que aparenta ser solo cosa de expertos económicos, importantes cuestiones culturales, asuntos que importan a todos, porque están en el centro (aunque suene exagerado) de la existencia.

Es lo que ocurre con el trabajo. Comprenderlo quizá ayude a tomar el peso a la cuestión legislativa que hoy se discute.

SENTIDO DEL TRABAJO
En un inspirado párrafo de El Capital, Marx dice que el peor de los obreros aventaja a la más hacendosa de las abejas por una sencilla razón: lo que sale de las manos del obrero estaba antes, dice Marx, en su cabeza y su imaginación, de manera que hay algo humano en la cosa producida. Esa sencilla observación de Marx (no se requiere ser marxista para estar de acuerdo en que el trabajo humaniza la naturaleza) muestra cuál es la razón de la centralidad que posee el trabajo en la vida humana. Cuando la gente trabaja, suele decirse, “se siente útil”. Es una forma abreviada de reconocer un hecho muchísimo más profundo: el trabajo nos permite experimentarnos como sujetos, agentes de la propia existencia, individuos capaces de dejar una huella en lo que nos rodea.

Los antiguos, por ejemplo los griegos, no estuvieron de acuerdo con esa particular dignidad del trabajo. Preferían, en cambio, el ocio y el tiempo a disposición como la verdadera característica de un hombre libre. No fue esa la opinión del cristianismo, que compartió con Marx la centralidad del trabajo en la existencia. Para la tradición cristiana, en efecto, el trabajo es un medio a cuyo través se realiza la perfección humana. Una forma de colaborar en la labor creadora de Dios (quien, claro, al séptimo día descansó). Ora et labora, según la máxima de los benedictinos.

Discutir sobre el trabajo entonces, acerca de cómo se organiza y cuánto tiempo es obligatorio dedicarle, es de las cosas más relevantes que una sociedad puede discutir. Marx pensó que alguna vez el trabajo coactivo, destinado a satisfacer las necesidades, podría disminuirse al mínimo y aumentar el tiempo libre. Pensaba Marx en lo que la tradición llamaba labor (la condena al quehacer fatigoso como medio para subsistir) que dejaba tiempo para que así hubiera trabajo libre y productivo.

LA CULTURA DEL TRABAJO
El trabajo modela, pues, una cierta forma de vida, una cierta manera de instalarse en la existencia.

Un ejemplo —acerca de lo que pudiera llamarse el tipo ideal del trabajo que ha estado vigente entre nosotros— permitirá entenderlo mejor.

Para la generación nacida luego de la inmediata posguerra, el lugar y el tiempo de trabajo eran, ante todo, una forma de planificar la totalidad de la existencia. La aspiración máxima para un obrero calificado o un empleado, como se decía entonces, era ingresar a una gran organización, una fábrica, un banco, que junto con organizar el tiempo y el esfuerzo, organizaba también los tiempos vitales e incluso los acontecimientos familiares. Un trabajador de Bata, por ejemplo, o de la Papelera, tenía una vida predecible en la que, al modo casi de la vieja hacienda, todo estaba provisto o se sabía con claridad bajo qué condiciones (cuántos años de antigüedad, por ejemplo, permitirían acceder a una vivienda o jubilarse) sería provisto. Y si era necesario negociar con la organización, existía el sindicato, que daba una identidad colectiva e impedía la soledad en la rutina de la gran fábrica.

Hoy, en cambio, para los millennials —la generación nacida luego de los ochenta— el destino anterior no es un sueño apetecible, sino que es lo más parecido a una pesadilla, a una vida de rutina en que el futuro aspira como único norte a estar desprovisto de riesgo. La gran organización donde el trabajo se hace monótono, las decisiones son más o menos jerárquicas y en torno a cuyo quehacer se organiza el tiempo, es algo que las nuevas generaciones (y cada día habrá más) rechazan como si solo pensarlo les provocara alergia. Ellas aspiran a un quehacer más transeúnte, donde el tiempo libre y la ruptura de la rutina tengan preeminencia sobre el tiempo y el lugar del trabajo. Aspiran, cada vez más, a valores posmaterialistas. Un cierto nomadismo vital en esas nuevas generaciones va impregnando también al mundo del trabajo.

El trabajo para ambas generaciones, los más viejos y los más jóvenes, sigue teniendo sentido, por supuesto, sigue estando en el centro de la condición humana, pero para los millennials la trayectoria vital ya no se organiza en torno a él o, más bien, para ellos el trabajo es una de las tantas formas de desenvolver la propia autonomía.

Y es que vivimos tiempos de tránsito. En la sociedad chilena coexisten ambas culturas del trabajo y quizá valga la pena pensar cuál prevalecerá, si la surgida a la sombra del fordismo con sus cadenas de producción estandarizada, o las nuevas formas de trabajo más desmaterializadas, descentralizadas (pero no desconcentradas, claro), con cada tipo humano dependiendo de cada una de esas formas que asume el trabajo. De un lado, la trayectoria vital cuyos ritmos se acompasan con el trabajo; del otro lado, esas vidas más fluidas que aspiran a que el ritmo del trabajo se subordine a otros quehaceres.

REDUCCIÓN DEL TIEMPO DE TRABAJO
La posibilidad de reducir el tiempo de trabajo es uno de los efectos de la tecnología (que permite producir lo mismo con menos horas de trabajo) y la presión porque ello ocurra es el resultado de la expansión del consumo y del cambio en las formas de vida. Cuando la vida se hace más individualizada y las formas de esparcimiento más baratas y al alcance de casi todos, el coste de oportunidad del tiempo dedicado al trabajo disciplinado sube. Es probable que todo eso contribuya a la popularidad que ha alcanzado la reducción de la jornada laboral en Chile. Otra muestra de cuánto se ha modernizado la sociedad chilena. No es que los chilenos y chilenas sean flojos, como tontamente se ha insinuado: el tiempo (el único recurso del que disponen gratuitamente quienes viven en el escalón de más abajo) ha adquirido una importancia vital que antes no tenía.

Y no se plantea espontáneamente como un reclamo de justicia.

La gente anhela la reducción de la jornada no para escapar de la explotación —como si unas horas menos significaran menos horas en algo parecido a un cepo—, sino para disfrutar de la autonomía relativamente mayor de que disponen, dedicarse a la búsqueda de rentas en el tiempo libre o a las diversas formas que reviste la vida familiar, eso que algunos (que a pesar de la reducción de la jornada seguirán prefiriendo quedarse en el trabajo) llaman para sus adentros el pequeño horror doméstico.

Marx alguna vez profetizó que el desarrollo de las fuerzas productivas llegaría a tal punto que la división coactiva del trabajo —esto es, la división impuesta por la necesidad— acabaría. Entonces, dijo, cada uno podría pescar por la mañana, hacer mesas a mediodía y dedicarse a analizar textos en la tarde, sin ser por eso pescador, carpintero o crítico. Es una bonita utopía. Y lo más cerca que las sociedades modernas están de esas páginas de La Ideología Alemana, que escribieron Marx y Engels, es la flexibilidad de la jornada.

¿Por qué entonces rechazarla sin más?

FLEXIBILIDAD
Si la reducción de la jornada interesa a todos, a los viejos y a los jóvenes, la flexibilidad resulta relevante sobre todo para estos últimos y para las mujeres. El nomadismo vital de las nuevas generaciones, la práctica de ir construyendo la vida no sobre carriles predispuestos por el trabajo, sino por la propia voluntad, y la incorporación creciente de las mujeres al mercado laboral (en un mundo donde la división sexual del trabajo sigue existiendo y el género determina quién se ocupa de la casa) exige que la jornada laboral esté también en cierto sentido a disposición de la propia voluntad.

En un texto muy citado, el sociólogo Robert Boyer sugirió distinguir entre dos formas básicas de flexibilidad. Una de ellas era una flexibilidad diseñada para enfrentar una crisis, pero no necesariamente para superarla (la llamó flexibilidad defensiva); la otra estaba diseñada para una perspectiva de largo plazo que combina mejora tecnológica con progreso en las relaciones laborales (la llamó flexibilidad ofensiva). Otros autores agregan a esa tipología la distinción entre una flexibilización subordinada y una flexibilización cooperativa. La primera se verifica allí donde predomina unilateralmente la voluntad del empleador o donde se tolera, sin más, la asimetría de poder; la segunda, en cambio, supone acuerdos alcanzados con sindicatos o grupos de trabajadores.

Hay así dos posibilidades extremas: flexibilización ofensiva y cooperativa; flexibilización defensiva y subordinada. Y dos intermedias: flexibilización ofensiva y subordinada; flexibilización defensiva y cooperativa.

Parece obvio que la mejor alternativa es una flexibilización ofensiva, que tenga por objeto acompasar la reforma con iniciativas de mejora tecnológica y al mismo tiempo estímulo a formas más equitativas de relaciones laborales (¿incluye eso la propuesta gubernamental?). Sin atender al tema de las relaciones laborales (cuidando en especial corregir las diferencias de poder), la flexibilización de la jornada puede causar grave perjuicio. Isaiah Berlin, un genuino liberal, dijo alguna vez que la libertad total para los lobos suele ser la muerte de los corderos.

La flexibilización ha solido estar acompañada —en especial en la derecha— de la retórica de la desregulación, como si se tratara de sacar reglas que impiden el dinamismo y hacen rígida la vida social. Pero, cuando se mira de cerca este fenómeno, tal cual se ha planteado en la experiencia comparada, él constituye en realidad un fenómeno de re-regulación, un nuevo intento de organizar las relaciones laborales y la experiencia del trabajo, a fin de adecuarla al nuevo ethos del capitalismo.

Algo de alcance harto distinto, como se ve, a la simple discusión de si 40 o 41 horas. (El Mercurio)

Carlos Peña

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