El fin de la Primera Guerra Mundial fue una fiesta, y probablemente muchos soñaron de inmediato con un largo período de paz para Europa. En ello se mezclaba el deseo con las posibilidades reales, asociadas a que la experiencia de la guerra haría despreciar la posibilidad pronta de un nuevo conflicto internacional.
El drama vivido entre 1914 y 1918 marcó a toda una generación que fue testigo de la muerte de millones de personas, que experimentó el infierno de las trincheras, sufrió los errores de los sectores dirigentes y supo de la dinámica del odio como factor de propaganda destructora en medio de los enfrentamientos bélicos. De ahí las alegrías y las esperanzas que acompañaron al fin de la guerra.
Si en 1918 cesaron las hostilidades, tuvo que llegar el año siguiente para la firma de los acuerdos de paz y la definición del futuro de Europa. El momento decisivo se produjo el 28 de junio de 1919, cuando se firmó el Tratado de Versalles, en el Salón de los Espejos del famoso palacio de Francia. En la lógica de la posguerra, era necesario obtener frutos del conflicto, que permitieran reparar de alguna manera los sufrimientos provocados por Alemania, país al que se juzgaba como el gran culpable de haber causado la guerra. Con esto, los vencedores esperaban remediar en algo los males vividos y evitar que ellos se repitieran hacia el futuro. Quizá por eso, a pesar de la división existente al interior de los aliados y sus líderes, finalmente primó una postura especialmente dura contra Alemania, a la que se sindicaba como la gran culpable de haber llevado al mundo a tamaña conflagración. George Clemenceau (Jefe de Gobierno de Francia), Woodrow Wilson (Presidente de Estados Unidos) y David Lloyd-George (Primer Ministro de Gran Bretaña) participaron directamente en el proceso y monitorearon a sus equipos, tuvieron discrepancias y acuerdos, hasta que después de meses de negociaciones llegaron a la fórmula definitiva. Wilson había propuesto los famosos Catorce Puntos, una iniciativa para una paz duradera, pero pronto las discusiones giraron hacia las responsabilidades y castigos.
Así lo resume David Stevenson en su completo estudio 1914-1918. Historia de la Primera Guerra Mundial (Barcelona, Debate, 2013): “El paquete de disposiciones del tratado, que tanto trabajo había costado elaborar, fue presentado a los alemanes el 7 de mayo y fue firmado, después de varias semanas de tensión, el 28 de junio. Se permitió a los alemanes presentar sus alegaciones por escrito, pero no hubo discusión frente a frente ni se les dejó sentarse a una mesa como iguales. Los alemanes protestaron contra esta ‘imposición’, si bien la victoria de los Aliados no habría tenido sentido si hubiera sido seguida de un acuerdo negociado libremente”. Era cierto, pero peligroso.
El Tratado de Versalles comienza con el establecimiento de la Liga de las Naciones, un primer anhelo de asociación internacional de países que procuraban vivir en paz. Con cierta candidez y buenos deseos, uno de los artículos señalaba: “Los miembros de la Liga reconocen que el mantenimiento de la paz exige la reducción de los armamentos nacionales al punto más bajo compatible con la seguridad nacional y la ejecución mediante una acción común de las obligaciones internacionales”.
Sin embargo, si recordamos el Tratado de Versalles es fundamentalmente por el impacto que tuvo sobre Alemania, maltratada hasta el extremo después de la Gran Guerra, lo que sería aprovechado años después por Adolf Hitler, con consecuencias desastrosas para su propio país, para Europa y para el mundo. En materias de seguridad, el Tratado limitaba las posibilidades de Alemania para armarse, desmilitarizaba la zona de Renania y establecía otras restricciones, como la disminución del personal del Ejército a 100 mil miembros. Todo eso puede explicarse en el contexto de “asegurar” la paz futura. No obstante, a ello se sumaban las multas que debían pagar los germanos por las responsabilidades de la guerra, que en cifras actuales equivaldrían a más de 30 mil millones de dólares. En la práctica, esto no era sería tanto un castigo hacia el militarismo alemán o hacia los responsables del conflicto, sino que terminaría afectando a la incipiente democracia alemana que había nacido, precisamente, unos meses antes, al finalizar la guerra en noviembre de 1918. Sería una democracia débil, gastada prematuramente y con un tenebroso final.
“El Tratado de Versalles puso fin a la Primera Guerra Mundial y desató la Segunda”, titula un reciente artículo de Eric Blakemore publicado en The National Geographic (3 de junio de 2019). Probablemente dicho tratado siempre cargará con el problema o la culpa de haber contribuido a generar una nueva guerra apenas un par de décadas después de finalizado el conflicto anterior. Sin embargo, es necesario saber y reconocer que Versalles, a pesar de sus errores, no fue el que determinó el conflicto de 1939, sino que la evolución política y social de Europa –especialmente de Alemania– en las décadas de 1920 y 1930 generaron un ambiente que en los hechos fue conduciendo nuevamente al trágico destino, lo que fue hábilmente aprovechado por sectores nacionalistas que hacían pasar a Alemania de victimario a víctima producto de los firmado en 1919. Los factores que contribuyeron a generar un escenario odioso y que facilitaron la nueva conflagración fueron diversos: los movimientos totalitarios, como el fascismo y nazismo; las personalidades belicosas de Hitler y Mussolini; el cobarde pacto nazi-comunista en 1939; la pusilanimidad de los líderes que permitieron a Hitler armarse y hacer crecer su poder a partir de 1933, entre otros. Todos ellos contribuyeron a que el Viejo Continente avanzara hacia una nueva guerra, como efectivamente estalló el 1 de septiembre de 1939, apenas veinte años y unos pocos meses después del tratado que supuestamente aseguraría la paz y estabilidad en el futuro.
Sin duda, al cumplirse el centenario del Tratado de Versalles, parece evidente que no es un acontecimiento para conmemorar, pero sí representa una gran oportunidad de aprendizaje histórico y político. Por lo mismo, debe ser conocido y recordado.
El Líbero