Estoy postrado en cama por un virus agresivo de esos que abundan en esta ciudad en invierno. Por unos días deberé permanecer en el «país de los enfermos». Enrique Lihn, enfermo de cáncer, en su libro «Diario de muerte» hizo esa distinción con una ironía feroz y lúcida: «Hay solo dos países: el de los sanos y el de los enfermos/ por un tiempo se puede gozar de doble nacionalidad/ pero, a la larga, eso no tiene sentido». Al parecer, gozaré de esa doble nacionalidad solo por algunos días. ¡Aunque nunca se sabe!…
Pienso en todos los seres humanos de todas las edades que hoy están enfermos, al mismo tiempo que yo. Hasta hace unos días -cuando estaba en el otro país, el de los sanos-, no se me ocurría dedicarles mis pensamientos. Ahora me vuelve a resonar esa invitación de Jesús hecha a los sanos de «visitar a los enfermos». ¿Pero se debe visitarlos solo por compasión o caridad, o hay también en estos territorios algo que nos pueda servir cuando volvamos a nuestro país de origen?
Siempre me ha impresionado la alegría con que algunas personas voluntarias -no enfermeras profesionales- dedican horas de su vida a lavar, acompañar, servir a los enfermos. ¿Pero qué tienen los enfermos aparte de dolor y desesperanza? Recuerdo a Joe Bousquet, poeta francés, herido en la columna vertebral durante la Primera Guerra y que permaneció postrado por décadas en su pieza de la ciudad de Carcassone, el hombre que mantuvo las contraventanas completamente cerradas al exterior para concentrarse en un viaje hacia adentro: «Tendido en mi cama, alcancé alturas tales que abrí el cielo», escribió.
También dijo: «Cada día descubro que le debo a esta herida el haber aprendido que todos los hombres estaban heridos como yo».
Su pieza era un lugar de peregrinaje de intelectuales y artistas de la época. Es famosa la carta de Simone Weil en que esta le dice: «solo un ser predestinado tiene la facultad de preguntar a otro ‘¿cuál es tu tormento?'». Elisabeth Kubler Ross, médico suiza, se dedicó a registrar miles de horas de conversaciones con enfermos terminales. Ella pensaba que nos perdemos a esos miles de «maestros» muchas veces relegados en las piezas de los hospitales y que solo esperan compartir un conocimiento que no encontraremos nunca en los libros de autoayuda. Si no podemos hablar con ellos de la muerte -que es parte de la vida-, ¿con quien lo haremos? ¿Por qué los dejamos solos, por qué no los visitamos entonces? Tal vez queremos evitar que ellos nos hagan a nosotros la pregunta más terrible de todas: «¿Cuál es tu tormento?».
El poeta japonés Masaoka Shiki nos dejó un testimonio conmovedor de su postración en un hospital por una tuberculosis terminal. El joven escritor, que se nutría para escribir caminando y viajando, ahora se conforma con unas flores en un jarrón de su pieza, el gesto de alguien que lo visita, o el agua de calabaza que las enfermeras dan de beber a los tuberculosos, como temas para su poesía. «Ya no deseo poder sentarme un rato en la cama. Solo quisiera poder estar una hora sin sufrimientos. Es un deseo minúsculo. El estadio siguiente será el deseo cero. ¿No llamó Buda a eso nirvana y Jesús salvación?», escribe Shiki.
Pienso en tantos artistas y escritores que hicieron de su enfermedad una ofrenda, una obra de arte. En Stevenson, en Chéjov, con la muerte pisándole los talones; en Frida Khalo. En Federico Nietzsche, que concibió sus ideas más exultantes y luminosas (como el concepto de la «gran salud») en medio de lacerantes padecimientos. O en Francisco Varela meditando en su lecho de enfermo.
En el país de los enfermos, el tiempo (tan vertiginoso más allá de esta frontera) se detiene. Y uno se da cuenta de que la propia soledad tiene sonido y textura. Y, cuando cae la noche, hay que aprender a construir la esperanza codo a codo con el insomnio y el dolor. ¡Qué sorprendente puede llegar a ser este país olvidado que los sanos -con su terror e ignorancia- han borrado impunemente del mapa!