A mediados de 2010 se conoció la denuncia de abuso sexual y de poder contra el párroco de la iglesia de El Bosque. Pudimos conocer detalles de la misma por una entrevista televisada concedida por uno de sus acusadores. Entre católicos hubo distintas reacciones: duda, estupefacción, presunción de inocencia, rechazo por falsedad. Al año siguiente hubo un fallo eclesiástico sancionatorio y otro judicial que acreditó el delito, señalando que el patrón de conducta se remontaba a 1962. Denunciantes también imputaron encubrimiento a autoridades de la Iglesia.
Desde entonces salieron a la luz otras inculpaciones del mismo tenor por supuestos abusos cometidos por miembros del clero; hasta que el año pasado, el arzobispo Charles Scicluna y el sacerdote Jordi Bertomeu, por encargo del Papa Francisco, visitaron Chile con el encargo de entrevistar a todas las personas que se consideraban víctimas de abuso sexual, de poder y conciencia. También Su Santidad convocó a los 34 obispos chilenos para tratar los graves errores y omisiones en la gestión de los casos en cuestión y de posible encubrimiento. Hasta que el informe Scicluna destapó «la caja de Pandora», develando el desastre: el número de sacerdotes infieles creció y crece. Distintas fuentes sindican crisis en la Iglesia, al punto de que, en enero reciente, el Vaticano citó a los presidentes de todas las conferencias episcopales del mundo.
Hay sentimientos contrapuestos. Los cristianos católicos valoran y aprecian la labor silenciosa de su Iglesia en todo el mundo, de miles de religiosas y religiosos, sacerdotes y obispos que ejercen su ministerio con lealtad al mensaje de Cristo. Pero también hay rabia, tristeza, desilusión, hasta vergüenza, por el panorama actual. Temo que la decepción sea mayor entre jóvenes. Han crecido escuchando la arenga posmoderna y progresista hostil al catolicismo y este escándalo quizás lastime su debilitada fe.
Todo dice que la jerarquía eclesiástica ha tomado conciencia. Los responsables aquilatarán la deshonra y degradación causada, y desde la Santa Sede surgirán medidas que enmendarán el rumbo. Debe llegarse, dice el Papa, «a las raíces que permitieron que tales atrocidades se produjeran… Nunca más a la cultura del abuso, así como al sistema de encubrimiento que le permite perpetuarse». Pastores, a su vez, piden perdón compartiendo el dolor y desgracia de las víctimas, conminan a «comprender que el modo de ser de la Iglesia, o será distinto al del presente, o no surgirá nada nuevo que vuelva a encantar» (F. Chomali). Sin embargo, la renovación no será inmediata. Tomará su tiempo.
Y los laicos cristianos, ¿qué debiéramos hacer mientras tanto?
Pensemos que el Vaticano II convocó a involucrarse más activamente en asuntos de la Iglesia. Y hubo efectivamente -que recuerde- mayor participación corriendo los años 60 y 70, pero fue decayendo. Ya en los 80, Juan Pablo II, en su catequesis, afirmó que identificar la Iglesia solo con la jerarquía era un error antievangélico, y durante su magisterio señaló que los seglares también están llamados por Dios para desempeñar su propia profesión guiados por el espíritu evangélico. Somos Su pueblo, el Cuerpo Místico de Cristo. Volvamos a los orígenes, como en los comienzos de la Iglesia primitiva, al modo de esas comunidades cristianas que creyeron la promesa de Jesús, que mantendría su presencia hasta el fin de los siglos. No tiene por qué ser diferente ahora.
Dar testimonio de nuestra fe significa decir a viva voz en quién creemos y por qué, significa hacer frente a esta cultura, particularmente, cuando la verdad sobre la persona humana se envilece de esta y otras formas. No saldremos a la calle, ciertamente, pero puede ser en los medios o donde vivamos y nos encontremos. La verdadera historia de la Iglesia es la de quienes han actuado acorde con los evangelios y seguido la vida de Jesús -«Soy el camino, la verdad y la vida»- y, gracias a Dios, durante las milenarias épocas de la cristiandad, nunca ha faltado esa incontable, populosa y noble feligresía. Recordemos y asumamos el llamado de Juan Pablo II: «Es la hora de los laicos».
Álvaro Góngora/El Mercurio