Circula la idea –expuesta en este medio por la pluma siempre generosa de Daniel Mansuy, así como en otros circuitos neofalangistas de la derecha– de que los sectores políticos que votaron a favor del aborto en tres causales específicas estarían vendiendo su alma al individualismo más radical. La Nueva Mayoría y parlamentarios como Gabriel Boric habrían abdicado del corazón normativo de su discurso: la aspiración a una sociedad que incentive los vínculos de solidaridad por sobre un esquema de aislamiento donde cada uno hace lo quiere. Marx estaría avergonzado, intuye. El aborto, sostiene Mansuy, fue defendido ocupando principalmente esa herramienta: la apelación a la autonomía de la mujer sobre su cuerpo, sin tomar en cuenta la importancia de la familia como fábrica primaria del tejido social.
La crítica se hace especialmente dura cuando se trata de la Democracia Cristiana, partido que dice defender –o al menos históricamente nació para ello– valores comunitarios expresados en instituciones políticas. Soledad Alvear habría sido, después de todo, consistente con su credo partidario, lejos de la derecha. Los otros, en cambio, se habrían convertido al liberal-contractualismo.
Vamos por parte. El caso a favor de autorizar legalmente la interrupción del embarazo en ciertas situaciones se funda, ideológicamente hablando, tanto en el argumento de la autonomía de la mujer (la justificación liberal) como en el argumento de la igualdad en la distribución de las cargas sociales (la justificación igualitaria). Es difícil, cuando se trata del aborto, separarlas. La mujer reclama el derecho de disponer libremente de su cuerpo en casos en los cuales el deber estatal que se le impone no guarda ninguna proporcionalidad con lo que exige regularmente a los hombres. Lo que se reclama es igualdad de autonomía, no puramente autonomía. De ahí que Boric tenga razón al conectar su voto con el esfuerzo histórico del feminismo, que a fin de cuentas no es otra cosa que una exigencia de igualdad.
Mansuy tiene sin duda razón cuando reconoce que la fibra doctrinaria de parte importante de las razones que se entregaron en el hemiciclo es de naturaleza individualista y esta es justamente una de las coordenadas centrales de lo que John Gray llamó el “síndrome liberal”. También podría ser cierto que la DC terminó inclinándose ante la fuerza de un argumento que no necesariamente le pertenece ni la identifica. O no debiera. Pero eso habla bien de la capacidad expansiva del argumento. Mansuy parece reprender a sus diputados por escudarse en la falacia de la neutralidad en lugar de darse cuenta de que los aparentemente ecuménicos requerimientos de la razón pública liberal son tan sectarios como sus creencias cristianas.
Pero la noción de liberalismo político a la que indirectamente aluden los parlamentarios que evitan “legislar sobre sus creencias” no tiene la densidad comprehensiva que está suponiendo el columnista. Es un recurso a los mínimos comunes de la convivencia política, no una filosofía acerca de lo que debemos valorar en la vida. Es acerca de los límites del poder coercitivo legítimo.
En ese sentido, todos los sectores políticos han sucumbido parcialmente a las premisas básicas del individualismo por su evidente atractivo normativo. Eso no nos pone, como caricaturiza Mansuy, en una pendiente resbaladiza donde el próximo paso es legalizar la venta de órganos como si fuesen libros viejos. El principio del individualismo normativo no es todo o nada. La peor parte de la tradición conservadora es aquella que está avizorando tempestades y catástrofes sobre el edificio social. La mejor –que comparte con el liberalismo de los escépticos– es la que entiende que los procesos políticos son graduales y hay cierta sabiduría en las prácticas sociales.
Curiosamente –extrañamente, pues suele ser tan observador como sutil– Mansuy no advierte la dimensión emancipadora que tienen ciertas formas de autonomía individual respecto del control colectivo. No es la emancipación prometida por el marxismo, como bien recuerda. Pero no todo el impulso progresista –ese que consiste en dibujar artificialmente un mejor porvenir en el planeta– está determinado por categorías marxistas. Cualquier izquierda que se sienta más o menos vinculada al proyecto ilustrado exhibirá una sensibilidad especial por la idea de libertad como autonomía, por mucho que Marx haya escrito contra la idea de derechos humanos en su formulación subjetiva. En ciertas tradiciones libertarias de izquierda, de eso se trata justamente la crítica al mercado: se rechaza porque genera relaciones tan asimétricas de poder que afectan la capacidad de ser tu propio dueño.
En resumen, por una parte, no parece correcto disociar el relato de autodeterminación del relato de igualdad democrática cuando se trata de reconstruir el caso de los partidarios del aborto. Por otra, es importante explicar de qué se trata esa fortaleza normativa que el mismo Mansuy reconoce en la idea de autonomía liberal. Sirve para entender que la izquierda, en lugar de traicionar principios, quizás posee un repertorio más espeso, uno que en ciertos escenarios asigna valor prioritario a la autonomía porque eso es lo que parece justo. Pero, claro, todas las fuerzas políticas tienen entramados ideológicos complejos. Lo mismo la derecha, en cuyo seno coexisten socialcristianos comunitaristas con Chicago Boys.
El aborto no es, en síntesis, una salida “neoliberal” del problema. Su fundamentación se construye con varias piezas. Algunas están vinculadas a tradiciones liberales y otras a argumentos igualitaristas. Y dentro de las liberales, son de aquellas que han ganado aceptación amplia como artefacto procedimental y epistemológico de resolución racional de conflictos. Evidentemente, los democratacristianos están bienvenidos a usarlo. (El Mostrador)
Cristobal Bellolio