Vivo y trabajo en el centro de Santiago, en esa franja entre la Plaza Baquedano y La Moneda. Escribo entre el humo de las barricadas y el de las lacrimógenas. Trato de escuchar entre consignas, gritos de indignación, de dolor y de cansancio. Algunos de mis caseros han sido saqueados. Las bellas esculturas de mis caminos habituales están tapadas con grafitis, esa forma de negar que podamos comunicarnos con palabras. He vivido en y de la deliberación racional, tratando de escuchar y de decir palabras. Es lo único que sé hacer y vuelvo a tratar de rescatarlas. Aquí, algunas.
Escuchar: Es probablemente el vocablo más repetido en estos días, especialmente de boca de quienes se encuentran en posición privilegiada o de poder. No es fácil escuchar. El que escucha traduce, modifica lo que sale de la boca del otro. La palabra que en el emisor connota una idea y convoca una imagen, en el que escucha connota y evoca otras. No es mala voluntad: Las palabras orden, democracia, dignidad e igualdad resuenan distinto en diferentes oídos. Me temo pueden haber grandes distancias entre emisores y receptores que estén distorsionando por entero el “diálogo social” que algunos esperan instalar. Escuchar y darse a entender requiere de conversaciones, esa forma más pausada que tenemos de hablarnos.
Ciudadanía: Es un atributo de algunas personas (nacionales de cierta edad) para ejercer derechos políticos. Los principales son a elegir y a ser elegido. El viernes 25 salió mucha gente a la calle, expresaron mensajes políticos, variopintos, difusos, desagregados. Hasta La Moneda pudo, impropiamente, tratar de alegrarse de esas manifestaciones. Más misteriosos aún son los mensajes de la mayoría que no salió a manifestarse. Fue una movilización tan numerosa que no debe ser desatendida, pero eso no es igual a entender que allí expresó su voluntad política una mayoría.
La voz de la mayoría: Quien quiera de verdad escuchar la voz de la mayoría y no usa esos conceptos como mascarada para adelantar su agenda, recomiendo el método de leer las elecciones. Hace 6 años, la mayoría ciudadana adhirió a una propuesta de terminar con abusos y avanzar a un país más igualitario. Esa elección manifestó malestar y esperanza. Hace dos años, en cambio, quedó claro que quienes habían liderado esa esperanza igualitaria y justiciera ya no eran creíbles. La falta de claridad acerca de los instrumentos, cierta impericia y el exceso de ideologismo hicieron que esos líderes no pudieran realizar la promesa por la cual se les había otorgado mandato. Retirada la confianza en ellos, la mayoría ciudadana adhirió a promesas menos grandilocuentes y más concretas: crecimiento, protección a la clase media y seguridad ciudadana. Estas promesas probablemente despertaron menos entusiasmo, y por ello ganó Piñera sin lograr arrastrar a sus parlamentarios. El Presidente no mostró habilidad para convocar y dialogar políticamente con un parlamento opositor. Su programa legislativo se trabó. La clase media no está más protegida. En dos años no solo no hay el crecimiento, la protección y la seguridad esperados, sino que, además, se pobló de reyerta e ineficacia la arena política. Los políticos son el club de la pelea. Mucha gente marchó el viernes 25. Lo hizo contra Piñera, fue una marcha política y ningún político logró liderarla.
Chile cambió: si no me equivoco, el país no ha cambiado mayormente en los anhelos, aspiraciones y temores que manifestó en las urnas hace 6 y hace 2 años: Más igualdad, menos abusos, más crecimiento, más protección a la clase media y más seguridad en los barrios. Lo que cambió es que la gente ya no encuentra a nadie creíble para llevar a cabo una política que realice eficazmente esas promesas. ¿Qué otras cosas cambiaron en estas dos semanas? Primero: La sensación de urgencia en atender esas viejas demandas. Segundo: La autopercepción de crisis y de inestabilidad. Los cambios nos esperanzan y nos asustan a la vez. Es probable que la ansiedad sea la pulsión dominante. Tercero: La percepción de crisis hace que todas las demandas y expectativas estén sobre la mesa. La presión es fuerte. Los que están en posición de poder deben escucharlas, pero su desafío mayor es priorizarlas. Unas podrán ser atendidas, otras postergadas y algunas —las irrealizables, las regresivas, las que debilitarán aún más las instituciones— ojalá también, desestimadas. Priorizar y justificar requiere pedagogía y autoridad, un bien harto escaso en estos días. No hay mucho tiempo para esta labor. Cuarto cambio relevante: Los que insisten en protestar han reconocido su fuerza. En las calles y en las redes sociales está parte importante de esa juventud que percibe el mundo de un modo maniqueo. A un lado están ellos, los buenos; su violencia es pura y liberadora. Del otro lado, los opresores, los malos y brutales. La racionalidad se hace así muy difícil entre personas todas con almas grises. Escuchar a estos grupos y hacerse escuchar por ellos sea, tal vez, la lucha cultural más urgente en que se juega la democracia. Esa batalla se libra en unos espacios de redes sociales a los que los viejos no llegamos. Muchos medios de comunicación tradicionales juegan a congraciarse. Los despreciarán. Esta conversación intergeneracional deberá darse en las familias.
Igualdad, sociedad civil, sociedad política: En la sociedad civil somos desiguales en poder, riqueza, inteligencia y recursos inmateriales. Tan solo en el Estado somos iguales en dignidad y derechos. La promesa esencial del Estado es que puede emparejar la cancha y evitar injusticias manifiestas entre desiguales. El problema es que buena parte de las autoridades del Estado no son creíbles en prometer igualdad, porque ellas mismas no son iguales. Sus sueldos, privilegios y algunas irregularidades no les hace creíbles cuando hablan de terminar con injusticias y proveer más igualdad. Mientras la gente no los vea en las calles, de a pie y en el transporte público, la promesa suena a farsa. Aparecen o aparecemos como parte del problema; es difícil lo seamos de la solución. Los que quieran ayudar tendrán que bajarse de sus autos. Los únicos que se salvan son los alcaldes. Debieran asumir un rol político más relevante.
Constitución: La Constitución legitima y distribuye poder entre diversos órganos electos y les limita, estableciendo las precondiciones de la democracia. Entre más una Constitución define un programa, menos pueden hacer las mayorías y menos está entregado a la deliberación colectiva. El texto que hoy tenemos, salvo por los quórum supramayoritarios, es democrático. No define ni las políticas de salud, ni de educación, ni establece la manera de distribuir el agua. Tampoco establece ni define un Estado subsidiario. Esa palabra no está en su texto. Son mis colegas constitucionalistas, de derecha y de izquierda, quienes la han sobreinterpretado. Su afán de ganar poder al margen de las urnas y de arbitrar el debate político les ha llevado a sobreescribir sus contenidos, al punto de determinar quiénes pueden hacer objeción de conciencia, qué grupos pueden negociar colectivamente y los derechos laborales de los funcionarios públicos, nada de los cual el texto constitucional establece expresamente. Si se le entra a la Constitución hay que hacerlo con una goma y no con un lápiz. Situar los debates políticos ordinarios en modo constitucional los hace demasiado estridentes para ser solucionados. La sobrelectura constitucional también pone en riesgo la democracia. (El Mercurio)
Jorge Correa Sutil