Si alguien le dijera a usted que se está invitando a una degustación de vinos seguida de una visita a un recinto que operó como un centro de torturas, ir a una viña primero y a un lugar de sufrimiento inenarrable después, ambas cosas como si de un tour se tratara, usted pensaría que es una mala broma, una idea tonta o estúpida, una cosa desquiciada, mentalmente desvencijada, salida de la cabeza de alguien que carece de todo sentido de realidad, alguien que no es capaz de advertir la distancia moral que media entre la actividad de catar vinos, por una parte, y la de recordar el abuso, el dolor y la violación de los derechos humanos, por la otra.
Y si le dijeran que esa invitación (donde junto a toneles de vino hay una foto de rostros de desaparecidos, ambos expuestos de manera simétrica) está dirigida a profesores —sí, a profesores—, entonces usted seguramente no lo creería.
Pero es verdad.
Esa es la invitación que formuló la Fundación Futuro como parte, es de suponer, de sus actividades de formación y capacitación de profesores, su forma de ayudar a la educación chilena. La viña a la que se invita es a la Viña Concha y Toro, el lugar que se ofrece a continuación es Villa Grimaldi, el principal centro de tortura y de suplicio de la dictadura.
Hace pocos días se comentaba, con toda razón, acerca del profesor Campos, conocido como el profesor del torniquete, a quien se le exhibía como un resumen casi esperpéntico de incivilidad. Y, sin embargo, esto es mucho peor. Es probable que no existiera en esa invitación de la Fundación Futuro un propósito deliberado de degradar la memoria; pero de lo que no cabe duda es que ella revela en quienes la idearon y la promovieron una cierta distorsión que transforma a un sitio de memoria, donde hay rastros de sufrimiento y de abusos, en un lugar turístico, que convierte, o pretende inconscientemente convertir, las huellas de la tortura en un objeto de observación y de disfrute tranquilo, un sitio de horror transformado, mediante una invitación, en un lugar inocente al que la equiparación simbólica con una viña, reunidas en una misma visita, desprovee, despoja, aligera, de cualquier rastro de dolor. El aviso con que la actividad se promovía contenía la siguiente pregunta (vale la pena citarla textual): “¿Quiere catar vinos en la Viña Concha y Toro y también visitar el centro de detención y tortura Villa Grimaldi?”.
Salta a la vista la deformación simbólica que en esa sola pregunta se opera, la equivalencia que se traza entre ambos sitios, el de la degustación y el del dolor, a los que se quiere fundir en una sola experiencia ligera.
¿Cómo explicar algo que salta a la vista es aberrante?
Está, desde luego, la simple estupidez, una especie de desequilibrio que impediría a quien lo padece advertir el peso moral que cierta cosas poseen, y que, en cambio, le hace considerarlas equivalentes todas. Una versión de la estupidez moral sería exactamente esta: sería moralmente estúpido quien no es capaz de advertir el aura de dolor que ciertas cosas llevan en sí y entonces las confunde con otras que son portadoras de la ligereza de la entretención.
La otra explicación —en cualquier caso peor— sería que no se está en este caso en presencia de una distorsión, de una estupidez moral, sino de una afirmación ideológica consistente en considerar equivalente e intercambiable, sin solución de continuidad alguna, como si fueran cosas fungibles, la ligereza que provee una cata de vinos con la experiencia de recordar la tortura, la violación y el desaparecimiento, que son las cosas que ocurrieron en Villa Grimaldi, el palacio de la risa como se le conoció. De ser así el asunto sería aún peor, porque significaría que al acompañar la visita de Villa Grimaldi de una previa cata de vinos se estaría intentando deliberadamente desproveer a ese lugar del espesor de dolor que posee, anestesiarlo, sacudirle la pátina de sufrimiento que sus paredes aún poseen, para transformarlo en un sitio de visitas, un lugar que se puede conocer y recorrer como un parque, una feria o algo así, solo que en este caso se trataría de entretenerse mirando el lugar donde se gestó el dolor ajeno.
Entre las dos únicas interpretaciones posibles no cabe duda de que la primera es más benevolente.
Sí, es mejor, y ojalá sea así, que quienes manejan la Fundación Futuro solo hayan vivido un momento de estupidez moral, una estupidez supina, claro está. Y que cayendo en la cuenta de eso, al menos pidan disculpas. (El Mercurio)
Carlos Peña