Hay consternación por los casos de corrupción política, como si fuera una extravagancia en nuestra historia. Es cierto, no somos ejemplos mundiales, pero no debiéramos extrañarnos, porque tampoco hemos sido tan transparentes. Mirémoslo en perspectiva republicana.
En el llamado período parlamentario, oligárquico (1891-1924), hubo cohecho, tráfico de influencias, maridaje política-negocios, repartición de cargos centrales o locales, etc. La administración pública fue tomada como botín de guerra por ciertos políticos y funcionarios de todos los niveles. Algo similar ocurrió cuando gobernó una alianza de centroizquierda entre el ’38 y el ’52, «la segunda edad dorada de la oligarquía partidista», como se dijo peyorativamente. Puede que sea una exageración, pero está la interrogante, porque no se conocen investigaciones rigurosas.
En fin, ningún mandatario chileno puede sostener a ciencia cierta que no haya existido corrupción bajo su administración, grande o pequeña. Ahora, si agregamos la práctica a nivel municipal, con mayor razón. Denuncias en este sentido corren parejas, máxime en localidades pequeñas o medianas, rurales o urbanas, sin descontar ciudades importantes. Se podrían citar ejemplos: concesiones de beneficios, patentes municipales, asociaciones de comercio ilícito, pagos indebidos a terceros, malversación de fondos, tasación de terrenos, contratación a familiares y más.
¿Se recordará el lector que después del retorno a la democracia sucedieron varios hechos de calibre nacional, aparte de los últimos episodios? Imposible referirse en detalle a ellos, pero fue cuando la prensa comenzó a caratularlos como «casos». ¿Recuerda algunos? Hay informes. Incluso, se ventilaron unos por desviación de recursos públicos destinados a financiar campañas políticas. ¿Y sabrá que se cursaron boletas y facturas ideológicamente falsas, amén de cobrar diversos proyectos que no se ejecutaron (2006)? Políticos de la Concertación reconocieron que partidos del conglomerado recibieron aportes del Ejecutivo. Hasta un diputado sentenció estas prácticas como «ideología de la corrupción». Lo expulsaron del PPD.
La Presidenta de la República y el ministro del Interior han anunciado iniciativas: una legislación de hierro; declaración obligatoria del patrimonio personal a mandatarios y funcionarios. Una institucionalidad más draconiana para asegurar la probidad y confianza en la ciudadanía.
Que sepamos, los presidentes de Chile no se han enriquecido en el cargo, salvo una vez. Ni tampoco sus parientes directos, con la excepción de uno o dos casos, donde al menos ha habido intención de hacerlo. Y, a su vez, nos han reiterado que aquí «las instituciones funcionan», refiriéndose a entidades antiguas (tribunales de justicia, Contraloría General, SII) y de creación reciente, post ’90 (Consejo de Auditoría Interna General de Gobierno; Fiscalía; Comisión de Ética Pública de la cual surgió la Ley de Transparencia y Probidad, en trámite todavía). ¿A qué una nueva comisión, otra ley?
Reacción claramente efectista. Y de pretender efectividad, el mensaje es el siguiente: someter por la fuerza de la ley a políticos y funcionarios -pecadores, dudosos y correctos- a ser honestos, íntegros, rectos. ¡Es broma!, recuperar las instituciones republicanas con la espada de Damocles sobre responsables del bien común.
La corrupción en cualquiera de sus manifestaciones se presenta por ausencia o por «licuar» las convicciones éticas. ¿Acaso las leyes no codifican principios éticos? ¿Y la ética no es el mínimo exigible para el político, para el auténtico servidor público? A ella «sí» hay que someterse, sin necesidad de ley. Esta es la reflexión que el Gobierno, el Congreso, el país, debiera priorizar para mejorar la calidad democrática.