Son tiempos desafiantes para resolver los problemas que marcan a Chile. Exigiría a la política hacer exactamente lo contrario de lo que se valora en un clima de polarización: reemplazar el dogma por la evidencia; intercalar la vocación de confrontar (esencial en una sociedad libre) con la de acordar; y un apego irrenunciable a la realidad, más aburrida que las teorías conspirativas.
Llamamos hoy maximalismo a lo que antes conocimos como fanatismo. Sus exponentes vienen a romper consensos. La respuesta en política debe ser todo o nada. La fórmula es simplificar las complejidades que rodean los problemas, señalar a un enemigo como su causante e impulsar su odio sistemático. Y regar la cancha de lo que Anne Aplebaum llama, en El Ocaso de la Democracia, “aluviones de falsedades”.
Lo ha hecho siempre el Partido Comunista, autopercibido como único garante del intransigente poder popular, señalando a los acuerdos del poder como espurios. Y se demoró tres minutos desde marzo de 1990 en calificar de traidores a los gobiernos de la Concertación.
Lo ha hecho también el Frente Amplio desde que debutó en el movimiento estudiantil de 2011, denunciando la cocina neoliberal de la centroizquierda. Siguió haciéndolo cuando aterrizó en las ligas adultas del Congreso en 2014. Y en un papel estelar durante el estallido, como la vigilante oposición que impidió acuerdos con el gobierno de Sebastián Piñera. Ha tenido éxito: es un Presidente de la República de sus filas quien gobierna a Chile desde hace más de un año.
Lo está haciendo ahora la derecha que no forma parte de Chile Vamos, con un discurso que separa a los buenos, puros y valientes opositores a todo pacto político de los malos, cobardes e infectados por la pulsión del diálogo y los acuerdos.
El maximalismo siempre encuentra razones para oponerse a aquello que no esté estrictamente diseñado de acuerdo con un ideal. Si no se refundaba Carabineros, el Frente Amplio entonces rechazaba su presupuesto y las reformas para dotarlos de más facultades. Los diputados republicanos rechazaron la ley de las 40 horas, cuando lo que se sometía a votación no era la reducción de la jornada laboral, ya resuelta en trámites anteriores, sino la flexibilidad, que puede salvar miles de empleos y, de paso, está en el centro de la corresponsabilidad familiar.
Y ambos polos rechazaron la Ley Naín. El de la izquierda, porque vio represión en la idea matriz. El de la derecha, argumentando que las indicaciones de último momento, por el solo hecho de acordarlas con el Gobierno, amarraban de manos a Carabineros.
Motivos para la ira en Chile hay muchísimos y la propuesta del fanatismo transversal es utilizarla. Hubo alivio temporal cuando se celebró la barbarie y el fuego, para expiar los abusos. Y se intenta darlo hoy, cuando se responsabiliza de la crisis al acuerdo de noviembre de 2019, a la “conspiración globalista” de las tensiones identitarias, y a los partidos de Chile Vamos de cumplir el compromiso, ni más ni menos, que para cerrar la incertidumbre constitucional.
La izquierda perdió la oportunidad de una Constitución parecida a sus anhelos cuando cedió la Convención al dominio del fanatismo. Podría ser ahora el otro extremo el que impida que Chile recupere un horizonte de certidumbre. Como dijo Francisco Covarrubias en una entrevista en otro medio: nunca en las últimas tres décadas la derecha (en todas sus vertientes) tuvo como ahora la oportunidad de influir en una Constitución; y corre el riesgo de perderla por el “autoboicot” del rechazo a todo, con un objetivo electoral.
La razón no es lo primero que se viene a la cabeza cuando hay enojo y miedo. Pero es el único camino para asegurarle al país algo más que el bamboleo entre la revolución y el autoritarismo. Vale la pena el esfuerzo. (El Mercurio)
Isabel Plá