Final lamentable

Final lamentable

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Al comienzo de su Presidencia, muchas veces escribimos sobre la inquietante personalidad de un imprevisible Donald Trump, sobre su arrogancia, su vanidad, y en alguna oportunidad lo calificamos de “payaso”. Ahora, en los días finales de su mandato, más bien nos parece el personaje patético de una tragedia, en cuyo final dramático dañó a su partido, a la democracia, y demolió parte de lo que pudo ser su legado.

Trágico ha sido su papel en todo este episodio poselectoral, patética su actuación, carente de grandeza. Su extremo narcisismo, creo, le impidió reconocer que perdió. Él siempre ha sido un triunfador. Según su exdirectora de comunicaciones Alyssa Farah, para nadie en la Casa Blanca la estrecha pero irremontable derrota debió ser una sorpresa, porque así lo habían adelantado las encuestas privadas. Es cierto que ante la duda de un resultado muy ajustado y con cambios en las reglas del juego (voto por correo generalizado), cualquiera tiene derecho a pedir clarificaciones, recuentos e incluso ir a la justicia.

Pero Trump se excedió al azuzar a sus partidarios —convencidos por el Presidente de estar ante un fraude— para presionar por algo inapropiado, una maniobra que diera vuelta el resultado de la votación. El episodio violento en el Capitolio fue consecuencia de una retórica agresiva, irresponsable y que algunos consideran una incitación explícita que podría corresponder a un acto criminal. Es improbable que las investigaciones avancen en ese sentido, pero Trump sí ha comenzado a recibir un castigo político que puede —tal vez— sepultar sus aspiraciones para 2024.

Es indudable que Trump representó algo latente en un sector de la sociedad norteamericana, que supo interpretar un legítimo descontento y las ansias de “hacer América grande de nuevo”. Ahí están los setenta y cuatro millones de votos obtenidos; pertenecen a aquellos que aplauden lo que ven como orgullo recuperado, también el buen desempeño económico del país antes del coronavirus, el fortalecimiento de las fuerzas militares, o los acuerdos comerciales que mejoraron los intercambios. Este último capítulo empaña cualquiera de esos logros, y pulveriza su anhelo de proyectar una imagen de estadista y líder imprescindible.

El Partido Republicano deberá reconstruirse tras esta Presidencia, y ya comenzó a hacerlo. Sus dirigentes emblemáticos, esos que fueron cooptados por Trump o tuvieron que someterse a sus dictados, ya marcan sus propios territorios. Uno de sus incondicionales, Lindsay Graham, fue categórico: “enough is enough”, dijo en el Senado, “no cuenten conmigo”. Otros se mantienen cerca, quizás para no perder a las bases. El partido tendrá, en todo caso, que retener la herencia positiva de Trump, como su ampliación de apoyo en las minorías afroamericana e hispana, y recuperar valores republicanos tradicionales, enfatizando la necesidad de unir a la sociedad norteamericana.

Estados Unidos es una democracia fuerte y se sostiene en sus instituciones de larga tradición. Quizás, en unos años más, Donald Trump sea visto como una anécdota, pero puede también que su Presidencia se considere un punto de inflexión que obligó a una nueva forma de hacer política. (El Mercurio)

Tamara Avetikian

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