Previo al estallido social, la discusión constitucional era un tema cooptado por la élite intelectual y su guarida por excelencia estaba en las aulas de las escuelas de Derecho. Hoy, a tres meses de la crisis, el interés por saber más de la Constitución y el proceso constituyente ha permeado en los círculos sociales más diversos, siendo tema obligado en las conversaciones de sobremesa.
La disposición que ha mostrado la ciudadanía de ser partícipe del momento constituyente debe ser celebrada si es que pretendemos lograr una sociedad con mayor cultura cívica. No obstante, junto a este fenómeno también se ha ido fraguando otro que debiese encender las alarmas de la clase política. Me refiero a las expectativas excesivas que se han generado en torno al resultado del proceso constituyente.
Seamos honestos. Existe un grupo de políticos y académicos que, de forma astuta, vio en la crisis social la oportunidad perfecta para impulsar un cambio constitucional a como dé lugar. Como si de una revelación chamánica se tratase, dicho sector se autoatribuyó la capacidad de interpretar la voluntad popular y apuntó a la Constitución como el principal enemigo del movimiento social, a pesar de que dicha pretensión no destacara en ningún estudio cuantitativo.
De esta forma, y contario a lo que sugerían los acontecimientos, ya no estaríamos ante una reclamación por mejores condiciones de vida, sino ante una lucha contra el “modelo”. Dicho en simple, el problema no sería el resultado de la gestión pública, sino el molde en el que desarrolla la interacción entre los distintos actores sociales.
El afán de trasladar el conflicto social a la arena constitucional terminó por relegar a un segundo plano la importancia de la conducción política y la actividad legislativa como medios para mejorar las condiciones de vida de las personas. De forma peligrosa, y producto de una retórica irresponsable de parte de algunos académicos del Derecho Constitucional –que a estas alturas ya son, derechamente, activistas políticos- se ha ido instalado en la ciudadanía la idea de que la Constitución es un libro mágico que resuelve de forma eficaz todos los dolores sociales.
A modo ejemplar, la encuesta Cadem, de fines de 2019, nos mostró que un 79% de los encuestados piensa que con una nueva Constitución mejorará el acceso a la educación, salud y pensiones, mientras que un 75% cree que hará de Chile un país más justo y un 58% cree que ayudará a mejorar su situación económica, personal y familiar.
Nadie pone en duda la importancia de la Constitución. Esta determina la estructura política, limita el ejercicio del poder y consagra, además, una serie de derechos fundamentales en favor de las personas. Pero pese a su evidente trascendencia, tanto política como normativa, es un error creer que su sustitución resolverá, por sí sola, las carencias de miles de compatriotas que se han manifestado en las calles.
La crisis social que atraviesa el país se debe, en parte, a una serie de promesas incumplidas. Por lo mismo, sería prudente que la clase política y la academia moderen el tono y las expectativas puestas en la futura Carta Magna, más teniendo en cuenta que no es posible prever de antemano el resultado del proceso constituyente, el cual es esencialmente incierto. Adoptar la posición contraria, esto es, seguir vendiendo el cuento de que la próxima Constitución será la panacea, no hará más que sobredimensionar las expectativas, generando el caldo de cultivo para una futura crisis cuando el pueblo se percate que su vida no cambió de manera significativa y que, una vez más, jugaron con sus esperanzas. (La Nación)
Maximiliano Duarte, Fundación Piensa