Cuando todavía estamos en medio de la crisis provocada por la denuncia de violación contra el exsubsecretario Monsalve y se descubren, una tras otra, las inconsistencias en el relato de los habitantes de La Moneda, nos enteramos que en España fue denunciado por abuso sexual nada menos que Iñigo Errejón, gurú del frente amplismo chileno. Pero eso no es todo, la sucesión no para y la diputada Riquelme, paladín del izquierdo feminismo local, también acaba de ser denunciada por el mismo delito.
Envejeció mal la frasecita aquella de la distinta escala de valores, con la que Giorgio Jackson quiso contrastar a su sector con los que habían estado a cargo de la transición, desde el gobierno y la oposición, durante los vilipendiados treinta años. Desde el punto de vista político -el único pertinente a este espacio- el problema no son las denuncias que desnudan la falible condición humana de los vociferantes dirigentes de izquierda, sino el estrepitoso derrumbe de su proyecto, construido sobre una pretendida superioridad moral respecto de todos los demás.
Porque, no podemos olvidarlo, en su imaginario la derecha no es más que un grupo de privilegiados, tributarios del “machismo heteropatriarcal”, construido y perpetuado de manera consciente y premeditada. Un orden social aberrantemente desigual, que se sostiene sobre la base del abuso y los privilegios. Por su parte, el socialismo de la transición, el de las concesiones y el CAE, el de Ricardo Lagos, es mero entreguismo, un grupo de acomodados que se vendieron al modelo.
Por eso, todo lo que encarna esta izquierda está lejos de ser un proyecto político propiamente tal. Es decir, un conjunto de ideas que configura un orden social que aspira a competir con otros alternativos y que reconoce en los adversarios un legítimo contradictor. No, nada de eso.
Para ellos, la política ha sido desde el día uno el ejercicio de la denuncia, de apuntar con el dedo, de funar en redes sociales a quienes encarnarían el mal en sus distintas opciones: los que quieren destruir el medioambiente y el planeta, los que quieren lucrar con esto y lo otro, los que denigran a las mujeres y las minorías sexuales. Lo suyo es la cruzada y los infieles a quienes persiguen, un estereotipo creado en su mente: los abusadores.
Todo esto es involución, una regresión al pensamiento pre moderno en que era inconcebible el pluralismo y las ideas no solo eran perseguidas, sino que quienes las encarnaban eran quemados como herejes. Nada muy distinto a los fundamentalismos religiosos del Medio Oriente.
Es que el que se convence a sí mismo de que es superior a los demás, el que ve la política como una lucha del bien contra el mal, donde -cómo no- él encarna lo bueno y el adversario lo malo, es simplemente un fanático y está condenado a terminar como han terminado siempre éstos: expuestos en su inconsecuencia y causando más daño del que producían todos los males que supuestamente ellos iban a subsanar. No tenían otros valores, solo pies de barro. Como todos. (La Tercera)
Gonzalo Cordero