La expresidenta Michelle Bachelet declaraba esta semana que “no son tiempos de gustitos políticos”, a propósito de las diferencias entre Gobierno y oposición en la reforma de pensiones.
Es curiosa esa declaración viniendo de quien ha encabezado dos veces la Presidencia de la República.
Primero porque reduce el debate democrático y las convicciones a banalidades, un capricho que puede superarse por la mera voluntad. Y, luego, porque Chile padece hoy las consecuencias de una cadena de “gustitos políticos” implementados en el segundo período de la exmandataria.
Ahí están, hasta que la racionalidad se haga costumbre, las reformas de educación con su tómbola para asignar la escuela y la “democratización” de los liceos emblemáticos. Ahí está el reemplazo del binominal por un sistema electoral que nos ha convertido en una democracia con diputados del 1%, polarizada e ingobernable. Y la economía de Chile sigue latiendo, casi una década después, al ritmo de la reforma tributaria del 2014, que nos tumbó al final de la tabla en América Latina.
La derecha, que desde luego ha cometido errores, tiene menos inclinación por los gustitos. El apego a los datos (la política del Excel), que visto en la dimensión del simbolismo y la épica puede ser un defecto, en la práctica reduce la posibilidad de llevar adelante decisiones sustentadas en consignas o puramente ideológicas. Los fríos números son un antídoto.
Veamos ahora el plato de fondo que prepara el Gobierno, para agasajarnos por las siguientes décadas: una reforma para reemplazar todo el sistema de pensiones y que, entre otros componentes, aumenta la cotización y crea un “seguro social” (fondo común, de reparto).
Lo que mueve a la oposición mayoritariamente (siempre habrá excepciones) a rechazar la reforma es la certeza de que el esquema que impulsa el Gobierno es equivocado. Esa posición está fundada no solo en la convicción de la libertad de elección, en el ahorro individual y en su propiedad, sino también en los estudios y proyecciones técnicas que se han difundido ampliamente en el último año.
El Gobierno, hábilmente, ha puesto en el centro del debate la distribución del 6% de mayor cotización. Da por sentado que una parte debe ir a “seguro social”. Se omite de la discusión de fondo: financiar un aumento de la PGU con la nueva cotización de los trabajadores actuales, o con rentas generales; mejorar las pensiones futuras a través del reparto o fortaleciendo el ahorro individual. Todo esto cruzado por la opacidad de los datos, por ejemplo, respecto de las tasas de reemplazo; y por improvisaciones que complejizan y abren más dudas (sala cuna, entre otros).
Avanzan contradiciendo la voluntad mayoritaria, que aspira a que todo vaya a su cuenta y no a un fondo común a cargo del Estado, cuyo destino le parece menos seguro (sí, miedo al “manotazo”).
Y contra la evidencia. Países desarrollados fortaleciendo el ahorro individual y volviendo del reparto, por el riesgo de sostenibilidad. Una PGU que llega al 90% de los jubilados y que es posible mejorar con mayor austeridad fiscal, eficiencia tributaria y nuevas rentas (litio, entre otros). Una prometida solidaridad intergeneracional que no llegaría a la clase media. Entre otros innumerables y poderosos datos.
Nada en la reforma toca factores de fondo: mejorar salarios, revisar la edad de jubilación y reducir a la mínima expresión la informalidad. Porque nada parece ser más importante que concretar el grito de No+AFP y el eufemismo del “seguro social”, tal como antes se hizo con el #ChaoBinominal y “educación gratuita y de calidad”. ¿Qué puede parecerse más a un gustito político que desafiar la realidad y reemplazarla por las consignas? (El Mercurio)
Isabel Plá