La “disputa” Goic y Rincón ha vuelto a poner la atención en las relaciones entre política y moral. En este caso particular, la discusión se centra en la relación entre “lo ético” y “lo legal”, es decir, sobre qué estándar ético debemos exigir a las autoridades públicas. Pregunta muy antigua, pero siempre vigente.
Una pretensión permanente entre distintas corrientes de pensamiento de la modernidad ha sido lograr excluir la preponderancia de la ética personal en el espacio público mediante la fijación de reglas y criterios de acción. Así, “el sistema” logra poner las cortapisas necesarias para conducir la acción de los representantes, sin que ello dependa de la virtud –o excepcionalidad– de este o aquél político. Esa era la intención de Karl Popper, un destacado filósofo austriaco, quien afirmaba que lo importante es no tanto “quién” sino cómo gobierna. No se necesitarán superhombres, ni quedaremos volubles a su pretensión de erigirse sobre el resto.
Los hechos han mostrado que la separación entre “lo ético” y “lo legal” no es tan fácil como parece. Dicho de otra manera, ésta disociación termina siendo artificiosa si se expande demasiado. Sin ir más lejos, muchos vieron en la preocupación falangista algo simplemente legal: hay disposiciones expresas que prohíben el maltrato a las mujeres, no se requiere recurrir a la moral para ello. Algo parece no cuajar.
Se pueden apreciar, al menos, dos temas que muy relevantes en esta cuestión y que se relacionan entre sí: ética y política como dos compartimentos estancos que no se tocan, por un lado, y si acaso podemos prescindir de las virtudes de nuestros políticos para tener un buen sistema de gobierno.
Pero mirar la ética y la política como dos subconjuntos excluyentes es contrariar el más básico sentido común. ¿Por qué se prohíbe algo sino porque se le considera malo –quizás indeseable– o porque se entiende como dañino para otros? En la otra cara de la moneda ¿no son acaso promovidas o permitidas las más diversas acciones porque se miran como buenas o al menos indiferentes? Por eso aceptamos que la ética (aquello que consideramos bueno o malo) funda y sustenta la ley. Por lo tanto, a quien se le exige cumplir la ley, también se le está exigiendo una conducta ética.
Por cierto, la vara de la ley no alcanza la misma altura que la moral: no todo lo éticamente malo debe necesariamente ser prohibido (muchos nunca cumpliríamos ese estándar). Pero es razonable que, como miembros de una misma comunidad política, le exijamos un poco más a la autoridad que al común de los ciudadanos dada la posición que ostentan.
“Hecha la ley, hecha la trampa” dice la sabiduría antigua, obviamente dando cuenta que es imposible atajar el ingenio humano y mostrando que será siempre insuficiente cualquier pretensión que busque lograr buenas conductas sin apelar a la virtud subjetiva de quien actúa. Los incentivos y exigencias que imponemos a nuestros políticos son fundamentales, aunque siempre insuficientes: nada reemplaza su hábitos y disposiciones subjetivas; siempre será necesaria la virtud.
La pretensión de Popper de invertir la relación entre el quién y el cómo, entre el maestro (político) y la herramienta (la ley) termina pisándose la cola. El acento que se ha puesto en los últimos días no es uno moralizador y excluyente, sino la mirada limpia y sin engaños a nuestra condición humana: libre y siempre enfrentada a nuevas realidades. Volver a creer que la ley lo soluciona todo, no es más que un viejo sueño nunca satisfecho. (La Tercera)
Antonio Correa