Hay una dimensión del estallido social (o “insurrección”, como el lector prefiera) en la que no parece haberse reparado lo suficiente y que va más allá del descontento con el modelo “neoliberal” y la actual Constitución. Esa dimensión se refiere al repudio que parece merecer a ciertos grupos la historia de Chile en su conjunto, a causa la continuidad ininterrumpida de injusticias que la jalonarían.
Dicho repudio —que atiza el descontento— se expresa no sólo en las consignas y denuncias, más o menos manidas, que podrían esperarse en una situación como esta, sino sobre todo en los ataques selectivos a monumentos públicos y en la identificación con ciertos símbolos (por ejemplo, la bandera mapuche) que representan “lo otro” del poder político y del esta-blishment.
El profesor José Luis Martínez ha hecho una interesante reflexión acerca del primer fenó-meno en su artículo “Entre estatuas y memorias, rompiendo una(s) historia(s) de lo nacio-nal”. Sostiene, con verosimilitud, que dichos ataques o intervenciones reflejan una lucha por la identidad, la dignidad y el reconocimiento que se libra en el campo de batalla de la inter-pretación de la historia. Con ellos se intentaría romper “una única narrativa de la historia de Chile”.
Otro tanto cabría decir acerca de la apropiación física y simbólica de ciertos espacios públicos bajo emblemas que representan un desafío al Estado, sus instituciones y a la construcción “oficial” de la identidad nacional. Con ello, cabría pensar, no sólo se pretende expresar un descontento, sino además vindicar otra concepción del Estado, la historia y la sociedad política; reivindicar a las víctimas que dejó en el camino la construcción de la identidad na-cional actual y, en fin, pujar por un nuevo comienzo o regeneración bajo un nuevo ethos social. En este sentido, la consigna de sus protestas bien podría ser “no son treinta años, son trescientos años”.
Todo esto no requiere que quienes pertenezcan a estos grupos tengan un discurso y un co-nocimiento de la historia muy elaborado o diferenciado (conozcan hitos, fechas, ideologías, etc.). Poca gente tiene un conocimiento así. Basta con que tengan una representación global de la historia. Además, dicha representación puede quedar dispensada de esa exactitud si la historiografía nacional (por ejemplo, la obra de Gabriel Salazar o Sergio Grez) puede servirle eventualmente de aval (y puede porque dicha representación de la historia no es un mero invento; tiene un fundamento in re).
Ahora bien, independientemente de la exactitud de esta concepción de la historia; indepen-dientemente de la cantidad de gente que se identifica con ella y, sobre todo, con las medidas que a partir de ella se plantean o se pudieran plantear, lo cierto es que con una concepción así no es mucho lo que se puede hacer. Con seguridad es menos de lo que esperan los más entusiastas de ella. Las injusticias históricas rara vez tienen una solución fácil. Con el correr del tiempo ocurren hechos y acciones que a posteriori modifican tanto el alcance inicial de esa injusticia como sus posibilidades de resarcimiento a través de medidas directas e inequívocas.
Las soluciones maximalistas, por su parte, arriesgan dar lugar a nuevas injusticias. Con todo, la convicción de ser víctima de una injusticia histórica seguro podría ser remediada si no escatimáramos tanto el reconocimiento mutuo. Después de todo, eso es lo que se demanda cuando se reclama “dignidad”. (DF)
Felipe Schwember