«Es la mayor crisis que estamos viviendo desde el retorno de la democracia». La frase fue pronunciada días atrás por los máximos líderes del empresariado a raíz de las investigaciones del Ministerio Público por fraudes tributarios y financiamiento ilegal a la política.
No pude evitar que me vinieran a la mente el «ejercicio de alistamiento y enlace», en noviembre de 1990, esa teatral asonada destinada a desbaratar la investigación del Consejo de Defensa del Estado sobre negocios que involucraban al hijo mayor del comandante en jefe del Ejército de la época. O el «boinazo», en el invierno de 1993, cuando el Ejército salió otra vez a las calles para expresar su molestia frente al afán inquisitivo de los diputados sobre el mismo caso, los llamados «pinocheques». O lo que sucedió en enero de 2005, cuando Manuel Contreras buscaba apoyo en diversas unidades militares para evitar su detención por Investigaciones. O lo ocurrido en enero de 2011 en Magallanes y en febrero de 2012 en Aysén, con protestas que llevaron prácticamente a una fractura con el resto del país.
En ninguno de esos casos se levantaron voces como las mencionadas. Se ha justificado diciendo que ahora estamos ante una crisis institucional. No obstante, los diferentes poderes del Estado están ejerciendo sus funciones, sin que ninguno se sienta menoscabado. No hay nadie llamando a la intervención de un poder exógeno, como ocurrió en otras épocas con las Fuerzas Armadas. No se ven líderes u organizaciones que estén por saltarse los protocolos democráticos, como sí los hubo el 2011, por ejemplo, con las movilizaciones estudiantiles.
Instituciones como el Ministerio Público y los tribunales de justicia están investigando conductas de la clase dirigente que eran un secreto a voces, lo que les ha erguido como referentes morales ante la opinión pública. Lo mismo ocurre con otros organismos, como el Servicio de Impuestos Internos, que aunque dependientes del Ejecutivo, han dado muestras de una notable autonomía y continuidad. Lo mismo se podría decir del Tribunal Constitucional. Hay quienes reclaman por la «falta de coordinación» de estas entidades; pero esto mismo confirma que están actuando como corresponde; esto es, defendiendo con dientes y muelas, y sin preguntarle a nadie, sus prerrogativas respectivas, lo que permite que operen los debidos contrapesos.
Lo anterior ha profundizado un fenómeno que se venía incubando desde hace muchos años: un severo cuestionamiento a la clase dirigente en todas sus denominaciones: política, económica, espiritual, etcétera. Y con ello, instituciones ante las cuales se creía eximida de dar explicaciones, hoy la investigan sin contemplaciones, y es más, con una rudeza y ostentación que en momentos parece excesiva, como si se pretendiera expurgar la opacidad de antaño mediante el espectáculo.
Lo que estamos viviendo es la crisis de un núcleo dirigente que, a los ojos de la ciudadanía, abusa de su poder. Confundir esto con una crisis institucional es más propio de una mentalidad oligárquica que de una mentalidad democrática. Esto es lo que trasuntan, precisamente, las frases grandilocuentes sobre los peligros que acechan al país si no cuida a sus dirigentes, o las veladas amenazas a instituciones en las que, hasta no vernos salpicados, parecíamos confiar.
Para todos los que ejercemos posiciones de poder e influencia parece haber llegado la hora de la humildad. De soportar la publicidad acerca de nuestras conductas. De resistir las suspicacias sobre nuestras intenciones. De someternos a la ingrata tarea de dar explicaciones, incluso ante los excesos. En fin, de no confundir nuestro bienestar con el interés del país.(El Mercurio)