Las reacciones no se hicieron esperar.
La más notoria fue la declaración de la Nueva Mayoría. En ella, además de condenar a la revista y declarar su confianza en los actos presidenciales, los partidos que la integran aseveran que el deber de los medios de comunicación es «cotejar la veracidad de los hechos y las declaraciones que se emiten. Lo ocurrido -concluyen- amerita una reflexión de fondo sobre el modo como deben ejercer ese papel».
La revista Qué Pasa, en opinión de los partidos de la Nueva Mayoría, se habría prestado para una canallada, para una maniobra intencionalmente destinada a ensuciar la honra de la Presidenta, y para dañar el prestigio de la institución presidencial. Antes de reproducirlas, la revista, afirman los dirigentes, debió cerciorarse de la veracidad de esas declaraciones.
¿Es correcto ese reclamo? ¿Es razonable pedirles a los medios que, para evitar salpicar o rasguñar el prestigio de las instituciones, antes de publicarlas pesquisen y averigüen cuán verdaderas son las declaraciones a las que tienen acceso?
A primera vista, se trata de un argumento irrefutable. ¿Acaso la libertad de información existe para mentir, falsear los hechos, difamar o salpicar las vidas ajenas? Se trata, sin embargo, de un argumento engañoso. Porque una cosa es exigirle a la prensa que no mienta de manera deliberada o intencional; pero otra cosa distinta es exigirle, como lo acaba de hacer esa declaración, que antes de divulgar informaciones que el medio juzga de interés público se dé a la tarea de verificar que se correspondan fielmente con los hechos.
Una cosa es tener el deber de no difundir deliberadamente información falsa, otra cosa es tener el deber de decir la verdad.
La tarea de los medios es, entre otras, hacer el escrutinio de quienes ejercen funciones públicas, vigilar a quienes, por tener el control del Estado, poseen infinitamente más poder que el común de los ciudadanos. Para hacerlo, los medios ponen a disposición de los lectores y de las audiencias la información de interés público a la que tienen acceso, para que esos lectores y esas audiencias puedan, por sí mismos, formarse una opinión definitiva acerca del comportamiento de los funcionarios. Por supuesto, los medios deben juzgar prudencialmente el interés público de lo que divulgan; pero es absurdo y, lo que es peor, peligroso, exigirles, como lo hace la declaración de la Nueva Mayoría, que antes de poner la información a disposición del público se cercioren de su verdad. Si ese fuera el deber de los medios -cerciorarse previamente de la verdad de las declaraciones que recogen-, la prensa no existiría. Y en vez de diarios con informaciones que se publican día a día, habría anuarios reposados que solo recogerían la verdad definitiva del año anterior; en vez de periodistas que escriben crónicas e interpretan en la urgencia de los días los hechos, habría escritores de papers científicos preocupados hasta el escrúpulo de lo que afirman o dicen; y en vez de ciudadanos enterados de las vicisitudes de la vida pública y los incidentes en que las autoridades y sus familiares se ven justa o injustamente entreverados, habría súbditos que nunca podrían formarse una opinión propia acerca de los hechos.
Ese es, claro está, un mundo posible; pero es un mundo incompatible con la prensa y con el oficio periodístico. La prensa no tiene el deber de decir la verdad; en cambio pesa sobre ella la obligación de no mentir de manera deliberada, como lo muestra el caso, tantas veces citado, del diario The New York Times contra Sullivan, que se llevó ante la Suprema Corte y que se ha constituido en un criterio al que se recurre en el derecho comparado cuando se trata de este tipo de materias (y al que se recurrirá con razón en Chile si la Presidenta, como ha anunciado, se querella contra la revista).
El texto publicado por The New York Times, en el que se acusaba falsamente a Sullivan de haber querido rendir por hambre a un puñado de estudiantes, era falso y lo dañaba; pero a pesar de eso se excusó al diario que lo había publicado. ¿Por qué? Lo que ocurre, dijo la Corte, es que «a pesar de la probabilidad de que se cometan excesos y abusos, la libertad de expresión es, a largo plazo, esencial para la opinión esclarecida y la conducta correcta de los ciudadanos de una democracia». ¿La prensa era entonces irresponsable a todo evento por la difusión de informaciones falsas relativas a quienes ejercen cargos públicos? No, dijo la Corte; pero el cuidado que debe tener la prensa cuando se trata de funcionarios públicos es menor que el que debe tener en otras ocasiones.
The New York Times -el periódico donde se habían imputado barbaridades a Sullivan- debía responder si y solo si difundió información falsa con «real malicia» o con «indiferencia temeraria» respecto de la verdad. La mera divulgación de información falsa no generaba responsabilidad para la prensa. Esta es, sugirió la Corte, la única forma en que la información puede circular libremente y hacer el escrutinio de los funcionarios y del poder.
No es, pues, sensato, como lo hace la declaración de la Nueva Mayoría, exigir a la prensa el deber de decir la verdad y de hacerla responsable cuando no lo hace. Para saber qué pasa hay que equivocarse a veces. Y padecer las consecuencias cuando la prensa se equivoca es una de las servidumbres a que obliga el poder.
Carlos Peña