Isla con puentes-Felipe Irrarázabal

Isla con puentes-Felipe Irrarázabal

Compartir

Chile es una isla, rodeada de desierto, mar, hielo y cordillera. Tenemos una historia particular. Un origen indígena sencillo. Luego de unos deslavados siglos coloniales mestizos —subsidiados por el Virreinato del Perú—, pasamos a gozar de una estabilidad política inusual en la región, gracias al genio y tesón de Bello. Elegimos al primer presidente socialista-marxista. Derrocamos a una dictadura, por la razón y la fuerza de las urnas. Gozamos —o padecemos— de una mentalidad de pueblo chico y alejado: algo tímida e introvertida, con ciertos rasgos de inseguridad, pero a la vez carácter. Hemos creado nuestro propio lenguaje, lleno de modismos y entonaciones.

En los últimos 40 años, nuestro país ha ido tejiendo otra historia, distinta a la de Latinoamérica. Esta isla, pequeña y aislada, se fue integrando paso a paso al mundo. Construimos puentes. Fuimos pioneros en aplicar una profunda economía de mercado y en abrirnos al mundo. Las exportaciones y las importaciones crecieron. Los índices económicos se tornaron azules. La inflación desapareció de nuestro vocabulario diario, al igual que las restricciones cambiarias. Surgió la clase media, mientras que el azote de la extrema pobreza disminuyó drásticamente. Nos agrandamos —empresas nacionales salieron a conquistar mercados externos— y surgió una mentalidad proclive al emprendimiento.

Sin duda, nuestra isla —incluso con puentes incluidos— ha distado de ser un paraíso. El Estado requiere una cirugía mayor. No ha sido capaz de modernizarse, salvo algunas excepciones. No hemos sido capaces de dar educación de calidad, sabiendo que esa es la clave para la igualdad de oportunidades. Nos adormecimos, además, en asistir a personas que lo requerían, en materias clave como salud, vivienda y pensiones. Y para rematar: nuestro Estado, aún con el monopolio de la fuerza, ha sido incapaz de otorgarnos en estos años seguridad pública.

Muchas empresas, por su parte, pudieron crecer, pero algunas de ellas no se hicieron conscientes ni responsables del poder que la economía de mercado les confiaba. Hubo pillerías y abusos en temas de libre competencia, información privilegiada, asuntos financieros y protección a los consumidores, y no se oía una voz clara y monolítica de censura de sus pares. Nos atrasamos en dictar leyes clave y fortalecer instituciones esenciales para la modernidad, como la de protección de los consumidores, protección al medio ambiente y protección de datos, dejando de dotar al Estado de un poder de fiscalización integral, en especial frente a los grandes grupos económicos.

Actualmente nuestra isla está viviendo tiempos revueltos. En medio de una marejada de protestas, elecciones consecutivas y cuestionamientos institucionales, nos propusimos reescribir nuestras reglas básicas. Una iniciativa llena de ambiciones, en un ambiente electoral y con cambio de gobierno de por medio.

Los tiempos que se vienen van a ser muy duros para la autoridad y, para qué decir, para los constituyentes. La responsabilidad es enorme. La tarea, delicada. Los riesgos, evidentes. Se va a requerir concentración extrema en lo que vaya apareciendo delante del camino, pero también en el retrovisor del pasado —el “peso de la noche”, nuestra realidad institucional y nuestra idiosincrasia— y en el mapa del futuro, que nos conecta con las tendencias mundiales, aunque este se perciba esencialmente especulativo, incompleto y pixelado.

A mi juicio, en este último ámbito, hay dos fenómenos mundiales que nos debieran inquietar y atraer nuestra atención por sus repercusiones para nuestro país, evitando la natural complacencia de quedarnos mirándonos el ombligo. El primero es el reordenamiento mundial por el surgimiento de China como potencia y sus efectos en la globalización. El segundo es la economía digital y su impacto en la estructura productiva de Chile.

La globalización que conocemos hasta ahora puede sufrir alteraciones por la irrupción de China. China es actualmente el principal socio comercial de Chile y se están empezando a ver inversiones directas del gigante asiático en sectores estratégicos tales como el eléctrico. Además, hay estándares y tecnologías chinas, como el 5G en telecomunicaciones, que están buscando imponerse en el mundo entero, a regañadientes de Estados Unidos.

Actualmente Estados Unidos, quien lleva años sin designar embajador para Chile, está tramitando una ley de miles de millones de dólares —con un inusual apoyo de ambos partidos políticos— que busca fortalecer industrias estratégicas norteamericanas, en sectores tecnológicos.

Situaciones de tensión entre Estados Unidos y China —similares a la guerra fría con la derrotada Unión Soviética— podrían requerir que tengamos que adoptar decisiones estratégicas en corto tiempo, sin que se admitan pasos en falso.

Por su parte, la economía digital está tiñendo todas las relaciones comerciales e industriales. Esta tendencia se ha ido profundizando con el covid-19 y podrían ocurrir cierres de empresas —las llamadas de “ladrillos y morteros”— que no se hayan modernizado. Eso se traduce en desempleo y el desempleo desestabiliza a cualquier país.

Adicionalmente, las bigtech han ido adquiriendo una importancia en ciertos sectores determinados y tanto Europa como Estados Unidos están estudiando proyectos de leyes que buscan controlar o contrarrestar el poder de empresas tales como Amazon, Apple, Facebook y Google.

Las particularidades del actual proceso político chileno —con el ingrediente de algunos intelectuales sin cables a tierra, otros nostálgicos de los sesenta y unos cuantos obsesivos con un foco único en el medio ambiente, el feminismo, la diversidad sexual o el indigenismo— no debieran hacernos desatender nuestra integración a la globalización y menos a buscar un afiebrado desacople. Ni tampoco llevarnos a olvidar la exigencia elemental de eficacia y eficiencia propia de la economía —constatando que no hay nada más injusto que el derroche—, en especial frente a una transformación copernicana como la digital.

Si así ocurre —y deshonramos los compromisos internacionales que hemos adquirido (lo que nos traería millonarios litigios) y nos olvidamos de que la escasez define la realidad humana (aunque nos duela)—, quemaremos los puentes que tanto esfuerzo nos han costado construir y que nos han brindado un cierto estado de bienestar que nuestros abuelos ni se imaginaron.

¿Podrán nuestros nietos decir lo mismo?

Felipe Irarrázabal

Dejar una respuesta