Jardín infantil-Alberto López-Hermida

Jardín infantil-Alberto López-Hermida

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Hace exactamente un año, a sólo 120 horas de inaugurado el periodo del Presidente Gabriel Boric, dijimos en este mismo espacio que “este Gobierno históricamente joven, lleno de energías, con un puñado de ideas seductoras y al que de verdad somos muchos los que queremos -¡necesitamos!- que le vaya bien, parece aún no entender que ya no están en el patio del colegio o el anfiteatro de la universidad”. Dijimos que, en un breve espacio de tiempo, podíamos intuir que estábamos, en definitiva, frente a un “juego de niños”.

Es cierto, tal como se comentó a partir de esa columna, que parecía injustamente precipitada. Sin embargo, 365 días después, lamentablemente todo lo ahí señalado no hizo más que terminar por confirmarse.

El primer año de Boric en La Moneda no ha sido sencillo. No es necesario enumerar los tropiezos en el Congreso, las decisiones precipitadas, las acciones comunicacionales improvisadas, el costo de reemplazar como nunca a funcionarios técnicos por militantes de partidos amigos, la incapacidad de unir al oficialismo y un largo etcétera. Las mediciones de opinión pública, esas que se aplauden cuando favorecen y se critican cuando no, lo han dicho durante meses con claridad rotunda: 3 de cada 10 chilenos no aprueban este primer año, al que califican con una nota 3,6.

El Presidente ha tenido aciertos, sí. Pocos. Algunas leyes, iniciativas puntuales, despliegues en terreno bien ejecutados, inyección de aire fresco a la figura presidencial… pero lo cierto es que su programa de gobierno sigue inmaculado y la delincuencia aumenta en cantidad y en violencia, la inmigración ilegal sigue descontrolada y el terrorismo en el sur ya ha derivado en que varias veces la autoridad termine mirando para el lado, mientras pequeñas “naciones independientes” se configuran en territorio chileno.

En los últimos días quizás hay un momento en el que se termina por confirmar, lamentablemente, que Boric y su equipo no logran ponerse los pantalones largos y no terminan -si es que comenzaron- a “habitar” los cargos que desempeñan. Puede parecer un momento muy sencillo, casi irrelevante, pero dice mucho más de lo que todos quisiéramos, más en un gobierno proveniente de una ideología donde signos y símbolos son tan relevantes como el discurso mismo.

El pasado 10 de marzo, ante un inminente cambio de gabinete, en el histórico salón Montt Varas se dispusieron tempranamente siete sillas en el espacio donde suelen sentarse los ministros. Al no poner 24 sillas, para que todos los ministros asistieran al evento, quedó tempranamente en evidencia que siete serían los jefes de cartera que cambiarían.

Las más de dos horas de demora en el inicio de la ceremonia, permitió a todo Chile ver en directo, tanto en matinales como noticieros, que, en dos momentos, una funcionaria entraba sigilosamente y quitaba una silla. De siete pasamos a seis. De seis a cinco.

Más allá de la necesaria lectura política respecto a qué dos ministros “se salvaron” a última hora, la puesta en escena tan improvisada no se entiende en un Gobierno con ya un año de existencia y con una larga historia republicana de ajustes en el equipo del Ejecutivo.

Esa mañana de cambio ministerial, todo Chile vio, como padres, madres y hermanos ansiosos, que la miss del jardín salía al escenario a mover la escenografía a último minuto antes de que los niños y niñas comenzaran a representar su obra teatral de fin del primer año.

En política -como en la vida misma- la escenografía es parte del relato que se quiere transmitir. Cuando el espacio y el tiempo narrativo se improvisa, es señal inequívoca de que al libreto general le falta mucha madurez.

Puede que ya no estemos en el patio del colegio o el anfiteatro de la universidad.

Parece que estamos en el jardín infantil. (El Líbero)

Alberto López Hermida