Esta semana, y a propósito de los casos Caval, Penta y Soquimich -el primero involucra a la familia de la Presidenta y los otros a políticos de todos los sectores- se han esgrimido dos falacias. Y la Presidenta debiera estar alerta para evitarlas en el discurso que pronuncie este jueves 23, cuando reciba el que será -sin pizca de duda- un espléndido y bien pensado informe de la comisión sobre la probidad.
¿Cuáles son esas falacias?
La primera es jurídica.
Quien la formuló de manera más clara fue Hernán Larraín, presidente de la UDI; aunque más tarde, y por error, la endosó también la propia Presidenta. Enterada que el ministro Peñailillo emitió boletas a una empresa que recaudaba fondos de Ponce Lerou, dijo solemne:
«No hay nadie que esté invalidado porque no hay nadie que esté condenado -dijo. (…) No convirtamos una información en un juicio definitivo. Creemos -concluyó- en la presunción de inocencia».
La segunda alude a la estructura.
Esta consiste en sostener que el problema es sistémico. Habría una estructura institucional defectuosa, un entorno de incentivos mal diseñado, que indujo a quienes hicieron de la política su profesión a pagar sus gastos recurriendo, con argucias diversas, a un puñado de empresas.
Ambas tienen por objeto eludir la toma de posición frente al problema.
Desde luego, la presunción de inocencia no es una regla que obligue a los ciudadanos, a la prensa, a la Presidenta o al resto de los políticos, a suspender el juicio crítico. Y ello porque la presunción de inocencia es un mandato dirigido a los jueces, que tiene por objeto limitar el poder coactivo del Estado y distribuir la prueba en el litigio judicial, pero no una regla que tenga por objeto limitar el escrutinio o el debate público frente a este tipo de temas. Se trata de una regla dirigida al poder del Estado y atingente a la responsabilidad jurídica, no de una regla dirigida a todos y relativa a cualquier tipo de responsabilidad. Jovino Novoa, Wagner, Dávalos y el ministro Peñailillo tienen derecho a que se presuma en los tribunales su inocencia en la comisión de delitos; pero no tienen ninguno para exigir que, en la esfera pública, los ciudadanos o la prensa callen u omitan emitir juicios respecto de su comportamiento político o ético.
La presunción de inocencia esgrimida por el senador Larraín y por la Presidenta Bachelet para no emitir juicios respecto de todos quienes se han visto involucrados en la relación promiscua entre el dinero y la política es simplemente una falacia. Tanto el senador como la Presidenta pueden guardar silencio acerca de la responsabilidad legal de Sebastián Dávalos o de Jovino Novoa, respectivamente, pero tienen el deber -sí, eso, el deber- de emitir un juicio evaluativo o crítico acerca de la conducta de uno y de otro. ¿O acaso no tienen ninguno?
La segunda falacia -todos están involucrados porque atendida la estructura no existía otra forma de financiar la política- es una versión vulgar de la parábola evangélica. En ella, como todos son pecadores, nadie puede lanzar la primera piedra. Aquí, como todos infringieron la ley o usaron formas torcidas para pagar sus gastos, ninguno podría reprochar nada a nadie. En la noche del financiamiento de la política, todos los políticos serían pardos. La coartada es demasiado obvia y tiene por objeto exculparlos a todos por la vía paradójica y sorprendente de decir que todos son culpables. Como escribió alguna vez Simone de Beauvoir: nadie es un monstruo si lo somos todos.
Es urgente rechazar ambas falacias.
La Presidenta tiene la última oportunidad de hacerlo este jueves 23, cuando reciba el informe de la comisión asesora en estos temas.
Allí la Presidenta deberá reprochar a su propia familia por el caso Caval. Cuando lo haga, nadie pensará que la creación de esa comisión tuvo por objeto camuflar el caso en que se vio envuelto su hijo, y nadie tendrá, nunca más, pretextos jurídicos o de otra índole para eludir un juicio crítico respecto de los actos propios o los ajenos.
La Presidenta mostrará así, con el ejemplo de su palabra, que la esfera pública no es un litigio en el que haya que suspender el juicio en espera de la sentencia judicial; ni una comunidad evangélica en la que la mancha del pecado original paraliza, ni una familia en la que el cariño obligue a enmudecer.(El Mercurio)