Dentro de las varias interpretaciones de la campaña de segunda vuelta se encuentra aquella que llama la atención acerca de los cambios de agenda y de propuestas de los candidatos. Se les reprocha insinceridad y oportunismo, borrar con el codo, y a la vista del balotaje, lo que, con gran entusiasmo, apenas ayer escribieron con la mano.
Mientras Gabriel Boric enarbola la bandera chilena (donde antes empuñaba la de diversas identidades), José Antonio Kast declara que mantendrá el Ministerio de la Mujer (que se había propuesto suprimir).
¿Serán sinceros? La segunda vuelta ¿habrá transformado a Boric en un reformista que apela a la nación y a Kast en un convencido liberal? ¿Les habrá ocurrido lo de Saulo, a quien un resplandor del cielo hizo caer del caballo y convertirse?
Por supuesto que no. Ambos siguen pensando lo mismo de la primera vuelta. Ninguno se ha convertido.
Pero eso no tiene ninguna importancia. La política democrática no exige de sus miembros que cambien sus convicciones, sino su conducta; no lo que creen, sino lo que esperan hacer; no las fuentes de su deseo, sino las reglas que siguen para realizarlos; no sus ideales, sino su inteligencia de lo que ocurre. Mirabeau fue un gran político y de él dice Lamartine que “tuvo la mano forzada por las pasiones que exaltó; pero cuando no pudo dirigirlas las traicionó”.
Y es que una cosa es el creyente y otra el político.
Esperamos que el creyente sea fiel a sus convicciones más profundas y a su fe hasta el extremo de, llegado el caso, sacrificarse por ellas o dejarse martirizar (o, si la fe lo reclama, martirizar a otros). Esperamos que el creyente sea un imitador de Job, quien, a pesar de toda la evidencia y las pestes que sobre él se esparcieron, siguió aferrado a su fe, sin abjurar un ápice de ella. Quien actúa de esa forma es elevado a los altares, considerado un virtuoso, un ejemplo digno de imitar. El creyente se deja abrigar por el fuego que hay dentro de él y por eso se protege del viento que viene de fuera.
¿Debemos esperar lo mismo del político democrático? ¿Que persiga sus convicciones, aunque el cielo se venga abajo? ¿Que se atenga a sus creencias sin distanciarse de ellas?
Por supuesto que no. No debemos esperar eso del político. Ni de Kast, ni de Boric. Por el contrario, debemos esperar que se ajuste a la realidad: que sepa retroceder cuando es necesario, que no esté dispuesto a hacer justicia a cualquier costo, que atienda a lo que la gente dice o teme, que ni cierre los ojos ni tape sus oídos frente a la existencia y la opinión ajenas. En este sentido la hipocresía (actuar de una forma, aunque las convicciones realmente sentidas indicarían hacerlo de otra) es una virtud en el político o, si se prefiere, un político inconsecuente es un político virtuoso. Mantiene sus ideas; pero es capaz de resignarse, cuando escucha a los demás, a postergarlas a veces indefinidamente. En una palabra: no cambia sus convicciones (es decir, no se convierte); pero entiende que sus decisiones no deben dejarse inspirar solo por ellas (y por eso es inconsecuente). Si los políticos fueran estrictamente fieles a sus convicciones más íntimas, los ciudadanos estaríamos expuestos a las mayores tonterías o desgracias. Bastaría un político tonto o delirante y que, al mismo tiempo, fuera consecuente, para que la vida social se transformara en un infierno.
Así el buen político ni es converso, ni consecuente; es alguien convencido pero inconsecuente.
Y afortunadamente para la vida democrática y civil ese tipo de políticos existen. Y existen gracias a la democracia que al obligarlos a escuchar a los ciudadanos les enseñan que en política hay que hacer lo que se puede, no lo que se quiere. Y ello no porque el político sea traicionero o mentiroso o blando o vil, sino porque el político democrático repite lo de Jesús —aunque aquí acaba el paralelo— y le dice al pueblo: que no sea mi voluntad, sino la tuya. Y no se trata la del pueblo que él imagina, sino la del pueblo real que en algunas semanas concurrirá de nuevo a las urnas. (El Mercurio)
Carlos Peña