El ministro argentino Caputo dijo que en Chile las cosas iban de mal en peor, como consecuencia de haber descuidado la batalla cultural y que, por eso, en la práctica, un comunista estaba hundiendo al país. El Presidente Milei, a su manera, refrendó esos dichos.
El Gobierno se enfureció.
Esas declaraciones plantearon un asunto digno de análisis. ¿Será cierto que el gobierno del FA llegó al gobierno como consecuencia de una refriega cultural, en la que los opositores fueron flojos y en la que, por miedo, tontería o por búsqueda de aplausos, condescendieron o lo que es peor, enmudecieron?
Para responder esas preguntas hay que detenerse en el concepto de batalla cultural.
La idea que se esconde detrás de ese concepto es, después de todo, sencilla. Consiste en llamar la atención acerca del hecho de que el mundo en derredor nunca llega hasta nosotros desnudo, tal como es en sí mismo, sino que se nos presenta envuelto en un conjunto de significados que jerarquizan la realidad, destacan algunos elementos y ocultan otros, confieren valor a ciertos aspectos y disvalor a otros, etcétera. En suma, lo que llamamos realidad sería, a fin de cuentas, una cierta interpretación del mundo que nos tocó en suerte. Las personas orientarían su conducta y sus preferencias según la interpretación que llega a ser dominante, que logra transformarse en sentido común.
Si lo anterior es así, entonces el campo de la política o de la disputa por el poder exigiría imponer cierta interpretación de la realidad, cierta forma de concebir la experiencia, de jerarquizar los fenómenos. Una vez que eso se logra —una vez que un puñado de creencias acerca de la vida social logra imponerse—, lo demás vendría por añadidura. Estas creencias o interpretaciones no son, por supuesto, científicas, sino que se trata de lo que en la vieja retórica (desde Aristóteles al siglo XVI) se llamaba lugares comunes: verdades establecidas a partir de las cuales era posible argumentar (Flaubert en el XIX desprestigió los lugares comunes y los llamó “ideas recibidas”, y se burló de ellos en su famoso diccionario). Imponer esos lugares comunes es la clave de lo que se llama batalla cultural.
Veamos nada más un ejemplo.
Una de las claves del desprestigio que amenazó (o aún amenaza al modelo de desarrollo que siguió Chile) fue la afirmación de que el lucro envilecía con egoísmo e insensibilidad la vida social. Buena parte de los males que se padecían (desde la mala educación hasta los abusos en el consumo y la desigualdad) eran, se decía, producto del lucro que habría envenenado las relaciones sociales. Esta fue quizá la creencia clave, aquella en cuyo derredor se estructuraba todo el resto del diagnóstico. La lectura de las tres últimas décadas estuvo inspirada en esa idea sencilla transformada en lugar común: la Concertación, al promover la creación de bienes públicos por medios privados, habría tolerado que el lucro se transformara en la clave de la vida social, deteriorando la cohesión social e incrementando la desigualdad.
Esas ideas se expandieron poco a poco, hasta transformarse en eso que los antiguos retóricos, como Cicerón, llamaban un lugar común (que se corresponde con lo que Aristóteles llama topoi, de ahí tópicos en español). Pues bien, es obvio (la honradez debiera obligar a reconocerlo incluso a quienes se indignaron con el ministro Caputo) que el actual Gobierno no habría alcanzado el poder si ese puñado de creencias no se hubieran en un momento vuelto dominantes, verdades establecidas, ideas recibidas en el ámbito de la opinión pública. Y también es obvio que esas creencias se volvieron hegemónicas porque en vez de discutírselas en la esfera pública, se las desatendió o, simplemente, se adhirió irreflexivamente a ellas o se consideró de mal gusto contradecirlas o se las aplaudió por flojera o, como ocurrió a tantos, por ánimo de popularidad fácil. ¿Alguien podría negar eso, negar que sin esas ideas por momentos dominantes es poco probable que el gobierno del Frente Amplio hubiera alcanzado el poder? Entonces, ¿por qué escandalizarse por los dichos del ministro Caputo?
Sí, no cabe duda. Las ideas y las creencias que se generalizan en la vida social importan y sin que casi nos demos cuenta acaban modelando lo que llamamos la realidad y orientando la conducta y las preferencias de la gente. En la literatura esta es una verdad establecida con variaciones, es cierto; pero en lo fundamental se la acepta (está el caso de Gramsci, quien llegó a decir que no se podía separar la filosofía de la política; de Althusser, con la idea de aparatos ideológicos del Estado; incluso de Foucault, con el de episteme; el mismo Engel, con la idea de la autonomía relativa de la superestructura; Weber, con la de afinidades electivas, y así).
Y en vez de enojarse porque alguien lo recuerda, podría ser esa una razón para persistir en el debate de las ideas, algo que por lo demás en lugar de perjudicar a la democracia acaba fortaleciéndola, porque, después de todo, creer que el combate de las ideas importa, fortalece la libertad de expresión, incrementa el mercado de las ideas, tensa la inteligencia y, aunque, como muchas veces ocurre, en medio de la refriega argumental se abandonen los modales, eso siempre es mejor que una esfera pública muda o un discurso unilateral. (El Mercurio)
Carlos Peña