La batalla cultural

La batalla cultural

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Algún sabio decía que el socialismo solo puede funcionar en dos lugares: en el paraíso, donde no se necesita, y en el infierno, donde ya lo tienen.

El ministro argentino Caputo ha puesto el tema de la famosa guerra cultural y cómo perderla significó para los chilenos estancar su desarrollo. Caputo ha dicho una verdad del porte de una catedral, estamos en medio de una batalla cultural que empezó cuando cayó el muro de Berlín, fracasó el socialismo real y tuvo que reinventarse, en lo que vemos hoy.

En toda sociedad y en todo momento está teniendo lugar una guerra de ideas. Grupos de poder a través de las ideas buscan hegemonizar el debate y limitar el margen de lo políticamente discutible. Las ideas importan y estas afectan la forma en que nos relacionamos, en que educamos y criamos a nuestros hijos y en que nos ganamos la vida.

Piense en las cruzadas medievales, los cristianos tratando de imponer su fe sobre los musulmanes. O el debate que da inicio a la modernidad entre la ilustración y la religión, o la Segunda Guerra Mundial, en que aliados el nazismo con el comunismo atacan a sus vecinos y les declaran la guerra a la democracia y al capitalismo. El siglo XX quedó marcado por la Guerra Fría, una guerra ideológica entre el comunismo y las democracias. Al mismo tiempo, hemos visto un recrudecimiento de la guerra religiosa entre el Islam y el Occidente secular, porque de cristiano cada vez le queda menos. En Europa y EE.UU. hay una batalla cultural entre la nueva izquierda identitaria y globalista con una nueva derecha nacionalista y proteccionista. Si hasta al interior del socialismo chileno se da una batalla entre aquellos que creen que el socialismo está para proteger a los trabajadores con aquellos que consideran que debe privilegiar la protección del medio ambiente y las minorías sexuales.

El Chile de los últimos 10 años fue hegemonizado por malas ideas. El castellano debía reemplazarse por lenguaje inclusivo, las empresas debían promover la equidad más que crear riqueza, la desigualdad era más importante que la pobreza, la selección era sinónimo de discriminación, los hombres eran patriarcas abusadores, la justicia debía impartirse con perspectiva de género terminando con la igualdad ante la ley, porque no sería lo mismo un ladrón que una ladrona, el medio ambiente es más importante que el ser humano, las mascotas que las guaguas y la diversidad que la igualdad.

Todas las cuñas del Gobierno están inspiradas en una batalla cultural, desde el “yo te creo, amiga” (no confundir con “yo te cubro, amigo”), hasta el fin al lucro, pasando por “a las víctimas hay que creerles siempre” (que explica por qué Boric no pasó el examen de grado, porque los abogados deben creerle a la evidencia), “bajar de los patines”, “pesimistas ideológicos”, etc. Detrás de cada una de esas frases se esconde una forma de ver la vida, la política y las relaciones humanas.

Si no me cree, mire lo que hicieron los frenteamplistas con la reforma educacional, no solucionaron ninguno de los problemas que teníamos y crearon problemas nuevos que no teníamos. Pero lograron reformar todo para peor porque ganaron la pelea cultural, en contra del lucro, del copago, de la selección y de todas las medidas que a través de la prueba y el error habían ido mejorando de a poco nuestra educación.

Ahora bien, si usted ya se convenció de que existe esa batalla de ideas y que quiere participar, entonces debe prepararse para luchar. Y para eso existen tres armas que yo recomiendo: la lectura, el empirismo y la humildad. Lea historia y economía, porque si nuestros gobernantes leyeran no promoverían ideas que ya han fracasado varias veces. Abrace el empirismo, porque hay ideas que en teoría suenan bien, pero funcionan mal, como el Transantiago. Y finalmente sea humilde, para reconocer que uno no sabe de muchos temas y que el conocimiento disperso de la gente es mucho más rico, profundo y complejo que el de los iluminados de escritorio. Para evitar esa máxima que todos somos de izquierda en las cosas que no entendemos, es bueno informarse, desprejuiciarse y aceptar la evidencia, aunque no nos guste lo que nos dice. (El Mercurio)

Gerardo Varela