La casa

La casa

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En medio del escándalo no he podido menos que pensar en la casa de Guardia Vieja. Las casas, los caminos, los jardines y ciertas edificaciones humanas —pienso— son una de las pocas oportunidades de triunfo provisorio de la memoria frente al olvido, de la estabilidad parcial frente al permanente cambiar de las cosas, de la permanencia frente al feroz perecer.

Las catástrofes naturales, el abandono, las desventuras económicas, los vaivenes inmobiliarios, la errancia, incluso, la deliberada destrucción del hogar son motivo de pesadumbre, nostalgia o bien de indiferencia.

La casa, la morada del hombre, incluso la más modesta, no es una guarida animal intercambiable sin más. Lo propiamente humano se refleja de algún modo en una manera especial de habitar, fundado en la duración, una economía y una poética. Pienso en la casa como soporte articulado de la memoria personal. Los primeros recuerdos tienen ahí un escenario ordenado de antemano. Allí en el salón aprendimos los primeros miedos, las primeras mentiras y frustraciones. En aquel rincón, en la escalera, en ese viejo cuarto reímos, lloramos, jugamos y también vimos por vez primera el rostro de la muerte. Las casas van siendo compañeras de nuestro pasar y lo conservan en sus espacios, en sus huellas y en sus símbolos.

Pero la morada y las estancias que esta contiene no solo son reserva de la memoria individual, sino también de la memoria familiar. En las casas de familia, sobre todo, a veces relampaguea la sombra y presencia de los antepasados que las habitaron antes, hoy ya muertos y cuya ausencia definitiva es amenazada por el olvido. Las personas que murieron tienen una especie de sobrevivencia —aunque no nos refiramos a ellas, aunque sea de un modo oblicuo e invisible— en las cosas, lugares y paisajes en que vivieron y a los cuales amaron. El tiempo vivido decanta en el espacio. El derrumbe de una casa familiar es, así, un acto de desmemoria, simple sentencia del tiempo o acaso arcaica impiedad.

Las religiones paganas sacralizaban la casa y la poblaban de dioses. El Dios cristiano —católico, universal— suprimió la idolatría, pero no su piedad: “Nuestro Dios es un dios doméstico tanto como un dios celeste. Hay un altar en la casa de los hombres”, señala Ruskin. Sin embargo, la relación con el pasado y los seres queridos muertos no puede “cosificarse” y convertir la casa en un objeto de adoración. En “Las horas del verano”, una hermosa película de Olivier Assayas, se insinúa el justo medio: intentar erguir la casa en un lugar intangible y, con una mirada menos apegada al pasado, dejar ser símbolos nuevos y antiguos. (El Mercurio)

Pedro Gandolfo