Entre las muchas reformas que entorpecen las principales actividades productivas en nuestro país se encuentra la posible sustitución de la Constitución Política de la República. Mucho se ha discutido y escrito sobre la forma de reemplazarla, al extremo de proponer violentar sus disposiciones, convocando al poder originario que se manifestaría por medio de una asamblea constituyente.
El establecimiento de una nueva Carta Fundamental obliga a analizar dos cuestiones íntimamente vinculadas: el procedimiento que corresponde aplicar para incorporar al sistema jurídico un instrumento de esta categoría, y las principales modificaciones que se pretende introducir a través de ella. Lo primero dice relación con su legitimidad (desvaída crítica política que afecta a la actual institucionalidad), lo segundo, con un verdadero pacto social que recoja aspiraciones mayoritarias presuntamente insatisfechas.
Lo cierto es que la legitimidad de una nueva Constitución solo puede fundarse en lo que prescribe la que actualmente nos rige, de suerte que toda medida encaminada a burlar sus normas, a este respecto, no será más que una treta fraguada al calor de desenfrenadas reminiscencias revolucionarias. En otros términos, traicionar la trayectoria histórica que ella ha hecho posible.
La Constitución de 1980 es el título con que se restableció la democracia en Chile, cumpliéndose estrictamente el itinerario diseñado y comprometido por el régimen militar; la que permitió avanzar en una transición nada traumática; la que fijó las normas básicas de una economía libre, que ha dado a Chile una renovada imagen tanto en el ámbito interno como externo; la que ha previsto los medios para amparar y proteger en forma efectiva los derechos fundamentales, cada día más amplios y efectivos; en fin, la que ha promovido el desarrollo y el mejoramiento de la calidad de vida de la inmensa mayoría ciudadana. Si, además, contabilizamos las reformas que ha sufrido desde 1989, nadie podría seriamente seguir afirmando que la institucionalidad creada en 1980 es espuria e ilegítima. Sostener lo anterior es un vano pretexto para justificar la intención de volver a arrasar el orden establecido, invocando renovados «resquicios legales» (¿retroexcavadora?), cuyas huellas traumáticas aún perduran en la conciencia de toda una generación.
Por último, es también innegable que el sistema jurídico, reemplazado casi en su integridad por el gobierno militar, se elaboró sobre los cimientos aportados por la Carta de 1980, lo que significó un avance ostensible que hoy reclaman para sí tanto los partidos oficialistas como los opositores.
Conviene preguntarse cuáles son las grandes modificaciones que se intenta introducir en una nueva Constitución.
Desde luego, se propone debilitar el poder presidencial, lo cual supone aumentar, paralelamente, las potestades del Poder Legislativo. No parece ser esta una alternativa grata para la ciudadanía, como lo reconocen periódicamente los propios congresistas al admitir las muchas falencias e inconsistencias en el ejercicio de sus funciones, sin perjuicio de los fallidos ensayos «parlamentaristas» habidos en el pasado y de la escasa adhesión que suscita en la población el funcionamiento del Congreso.
Por otra parte, se proclama la necesidad de eliminar los quórums de algunas leyes que por su importancia conviene proteger de la inestabilidad derivada del ejercicio de mayorías políticas circunstanciales que pueden destruir el modelo institucional (leyes orgánicas constitucionales y de quórum calificado).
Entre las cuestiones más citadas, se apunta a las atribuciones y prerrogativas del Tribunal Constitucional, encargado de velar por la constitucionalidad de las diversas expresiones formales de derecho (leyes, reglamentos, tratados internacionales, autos acordados, etcétera). Este organismo autónomo es la garantía más eficiente de que disponen los imperados para asegurar el respeto de los derechos fundamentales y un cerrojo para evitar excesos imposibles de controlar por otros medios.
Ciertamente, no faltan los que, invocando una reforma de esta magnitud, sueñan con convertir nuestra democracia en una farándula electoralista. Asimismo, proponen inflar los derechos fundamentales, dándoles el carácter de «derechos sociales», imponiendo el costo de su prestación al erario nacional. Es esta la fórmula más segura para desatar las presiones políticas y aniquilar todo avance real.
Asumir la defensa de la Constitución de 1980 es un imperativo para todos aquellos que vivimos la tentativa totalitaria que arrasó con la imperfecta democracia que nos legó la primera mitad del siglo XX y un medio eficaz para asegurar mejores días para Chile.