Algunos partidarios del Apruebo no pierden la esperanza de que su opción repunte en las encuestas.
Uno de sus argumentos más frecuentes dice así: “Ahora que ya no está funcionando la Convención, la ciudadanía no se espantará más con sus comportamientos, leerá el texto, ¡y verá lo bueno que es!”. (Por supuesto “la Convención” es, para estas mismas personas, sinónimo de la mayoría conformada por esas izquierdas que dentro de la asamblea se impusieron en casi todo.) El razonamiento funciona así: “se portaron tan mal que perjudicaron su propio texto, ¡que es muy bueno!; y ahora que ya no pueden seguir dañando su propia obra, el proyecto constitucional se impondrá por su calidad”.
No hace falta hacerse cargo aquí de la incoherencia que significa suponer que gente que actuó de modo reconocidamente siniestro haya podido producir un proyecto “tan excelente”. Dejémoslo para ocasión próxima. No, de lo que se trata en esta oportunidad es de hacer notar lo que podría suceder con las prácticas políticas si el texto propuesto llegase a ser aceptado por una mayoría electoral.
Las obvias preguntas —que surgen de aquello que se llama simplemente “experiencia humana”— son: ¿Podemos suponer que quienes tengan a su cargo la aplicación del proyecto constitucional se van a comportar de modo completamente distinto a la manera en que actuaron las mayorías izquierdistas en la Convención? ¿Alguien puede garantizar que los convencionales refundacionales —y tantos otros activistas como ellos— no lograrán sortear los obstáculos legales para incorporarse con todas sus fuerzas a la implementación del engendro que escribieron? Y al hacerlo, ¿se moderarán, tenderán la mano a sus adversarios y procurarán construir en los hechos la casa de todos?
Las respuestas son No, No y No.
Si, ante el desafío de tener que presentarse al país como un conjunto de personas prudentes, dialogantes y patriotas, la mayoría de los convencionales de izquierda hicieron justamente lo contrario, es decir, actuaron de modo revolucionario, sectario y antichileno, no hay garantía alguna de que, dotados de los poderes que se autoconfieren en el texto, vayan a convertirse en servidores públicos ejemplares y en constructores abnegados del bien común. ¿Se imagina a x (ponga aquí el nombre de su convencional “favorito”) a cargo de la Dirección General de Aguas, de Impuestos Internos o de la Conadi?
El argumento “ellos se portaron mal, pero escribieron bien” se acaba en su eficacia —meramente electoral— cuando se descubre que los mismos que se portaron mal pueden volver a encontrar el espacio para portarse aún peor. Las asambleas previas a la Comuna de París de 1871 fueron apenas un anuncio del lamentable comportamiento posterior de los communards, una vez que tuvieron el poder; el sectarismo bolchevique en los soviets de la primera parte de 1917 fue una alerta que se hizo realidad en el terror leninista de 1918 en adelante. Siempre es así en los procesos revolucionarios, y Chile está inmerso en uno de ellos.
La Convención tuvo mucho de ensayo general. “Veamos quiénes y cómo somos”; “veamos hasta dónde podemos llegar”; “veamos con qué reacción nos encontramos”; “veamos qué posiciones del Estado futuro podemos utilizar”. Todas esas mediciones ya están incorporadas en los análisis de las izquierdas más duras, todos esos datos están tabulados y jerarquizados para su aplicación futura.
Por eso, las dos opciones que se juegan el 4 de septiembre son, una vez más, expresiones de la crónica de una muerte anunciada.
O la muerte de la opción refundacional, si gana el Rechazo; o la muerte de Chile, si gana el Apruebo. Y solo hay dos opciones en la papeleta. (El Mercurio)
Gonzalo Rojas