El gran triunfo de la izquierda a nivel nacional e internacional consiste en haber logrado la sacralización del fundamento de su nefasta ideología. Nos referimos a la igualdad que, liberales clásicos y libertarios combaten con escaso éxito en la esfera pública y privada. Igualdad entre hombres y mujeres, igualdad de oportunidades, igualdad en pensiones e ingresos; la lista es interminable y constituye los márgenes y la esencia de toda discusión política. ¿Qué debiera hacer una sólida oposición? Lo primero, entender que la única igualdad por la que es imperioso luchar es la igualdad ante la ley. Lamentablemente, nuestros representantes no se someten al estado de Derecho, más bien lo van adecuando a sus propias necesidades. Caso paradigmático fue el segundo proceso constituyente, iniciado de manera absolutamente arbitraria, ilegal y antidemocrática, a espaldas de una ciudadanía que se había manifestado de manera rotunda en contra de un cambio de Constitución.
En El Federalista, documento que dio origen a la Constitución norteamericana, los padres fundadores advierten que cuando quienes hacen las leyes no se someten a ellas, la ciudadanía sólo puede esperar esclavitud. Esa es una de las principales razones por las que debiesen cumplir penas más elevadas quienes, estando en el poder, violan la ley. Pero ese no es el único problema que enfrentamos los chilenos en particular y Occidente en general. Y es que, nuestros “representantes” no sólo actúan fuera del marco del estado de Derecho, sino que promueven la homogenización de la ciudadanía, siempre bajo el manto buenista de la igualdad. Profundicemos.
En La Democracia en América, obra de Alexis de Tocqueville, encontramos un análisis que nos permite aclarar el significado de la “igualdad”. Su lectura nos conduce a observar que ésta se realiza en dos sentidos muy distintos entre sí. Según el primero, la igualdad es alabada en tanto igualdad política, porque con ella llega “la idea de los derechos políticos hasta el último de los ciudadanos”, sirviendo de fundamento a leyes e instituciones amadas por el pueblo que constituye su origen y fuente de legitimidad. En el otro sentido, la igualdad deviene igualación, homogenización de caracteres, talentos e inteligencias. El pensador vincula este segundo sentido de la igualdad a la existencia de una tiranía que se establece desde “la teoría de la igualdad aplicada a las inteligencias”, destruyendo la independencia del espíritu y la libertad de discusión. Según sus observaciones la igualación de las inteligencias obra “sobre la voluntad tanto como sobre los actos,” de manera que impide, al mismo tiempo, “el hecho y el deseo de hacer,” configurando los hábitos de los ciudadanos como los de un criado que finge aprobar lo que hace.
El fenómeno de la igualación de las inteligencias lo observamos hoy, principalmente, en las mismas élites que han demostrado ser incapaces de oponerse al avance del socialismo y la política identitaria. Y no, créame, no es tan difícil quebrarle el discurso a la izquierda, sobre todo, después de la destrucción de los liceos emblemáticos, fuente de meritocracia y ascenso social. Demos algunos ejemplos. En lugar de igualdad de oportunidades, ingresos y pensiones debiéramos defender las “mejores oportunidades” y el crecimiento económico como fuente del progreso general. ¿Y qué hay de la igualdad de ingresos entre hombres y mujeres? El sentido común nos muestra que las mujeres no aspiramos a ganar el mismo sueldo que el colega. Lo lógico es querer que a todos nos vaya mejor, al padre, al marido, al hijo, etc. Sólo mujeres obcecadas por el resentimiento y el odio que genera el victimismo feminista podrían encontrar en la paupérrima igualdad del socialismo un motivo de autoafirmación y dignidad. Pero ¿qué hacer con esas mujeres que ganan menos estando en el mismo cargo que un hombre? Lo primero, mandar a hacer estudios serios porque, no cabe duda de que, de haber casos, estos son una minoría. Lo segundo, entender las razones por las cuales en esos casos una mujer gana menos que un hombre. No cabe duda de que si, teniendo los mismos talentos y capacidades, son más baratas, los empresarios preferirían su contratación antes que la del hombre. Este solo argumento echa por tierra la supuesta discriminación por sexo de la que la izquierda los acusa. En suma, respecto a la guerra de los sexos instalada de forma subterránea bajo eufemismos feministas que se suponen imbatibles, hablar de la meritocracia y de la valoración social de los talentos en oposición a la genitalización del mercado laboral, sería una buena alternativa.
Dar la batalla cultural en contra de la igualdad, becerro de oro de la izquierda, es hoy un imperativo categórico urgente, en vistas a la declaración de guerra que los globalistas han hecho a la soberanía de los países y su intento de lograr una igualación urbi et orbi que homogenice las diferencias e imponga el nuevo orden mundial.
El problema es que no podemos depositar esperanzas en las élites políticas que debieran liderar una oposición férrea al avance del socialismo del siglo XXI impulsado por los organismos internacionales. Y no, no es porque necesariamente se hayan vendido a los globalistas del Foro de Davos y sus comparsas marxistas hoy reunidos en la ONU, sino porque ellos mismos son víctimas de la igualación de las inteligencias denunciada por Tocqueville. De ahí que pueda identificárseles sin mayor dificultad con la descripción que Tocqueville hace de quienes han sido igualados en sus facultades. En sus términos: “Hay por otra parte, una gran diferencia entre hacer aquello que no se aprueba y fingir que se aprueba lo que se hace; lo uno es propio del hombre débil, pero lo otro pertenece a los hábitos de un criado”.
Es innecesario profundizar en el hecho de que la mentalidad de un criado es la de obedecer, no la de liderar una oposición que haga frente a un enemigo con el que se comparte la misma religión: igualarlo todo y a todos es el nuevo mantra de la izquierda y derecha unidas. La pregunta es si podrán ser vencidas para recuperarnos del parasitismo socialista que hace años devora las mentes de los chilenos. (El Líbero)
Vanessa Kaiser