No es frecuente que las universidades aparezcan en primera página de todos los diarios del mundo, pero la renuncia de Liz Magill, rectora de la Universidad de Pensilvania, lo ha conseguido. Los detalles son conocidos. En el mundo republicano hay preocupación por el panorama universitario, especialmente en las casas de estudio que conforman la selecta Ivy League y otras de semejante nivel. Ellas parecen irremediablemente dominadas por la izquierda progresista y la corrección política, que imponen una cultura de la cancelación que hace difícil la sobrevivencia de quienes se apartan de la ortodoxia dominante.
A propósito de la difusión en los campos universitarios de actos antiisraelíes, un comité de la Cámara de Representantes citó a declarar a tres rectoras de universidades de primerísimo nivel (Penn, Harvard y el MIT).
Sus explicaciones fueron de una pobreza intelectual asombrosa. Ni siquiera eran capaces de deshacer las trampas que los congresistas les hacían en algunas preguntas. Eran una suerte de máquinas que contestaban a todo con frases hechas. Y probablemente no habría sido distinto si en su lugar hubiesen estado otras autoridades universitarias acostumbradas a pisar en el terreno minado de la cultura de la cancelación.
Magill, sin embargo, cometió un error que le costó el puesto. Con tal de no enemistarse con los grupos antiisraelíes, respondió a la pregunta de “si pedir específicamente el genocidio de los judíos constituye intimidación o acoso”, afirmando que “es una decisión que depende del contexto, diputada”.
En este caso sucedieron cosas sorprendentes por ambos lados. Los republicanos han sido los adalides de la libertad de expresión en los últimos años; sin embargo, como este caso afecta a Israel, han empleado los argumentos típicos de la izquierda sobre los discursos de odio y la necesidad de censura. Ni siquiera advirtieron que ese tipo de argumentos se volverán inevitablemente contra sus intelectuales afines, que ya están en una situación delicada.
En cambio, las rectoras –en cuyas universidades impera la corrección política–, esta vez se ampararon en la libertad de expresión para justificar el hecho de no haber procedido contra esos estudiantes radicales. Sin embargo, su defensa es muy poco creíble, y los congresistas republicanos aprovecharon de poner múltiples ejemplos donde profesores y expositores invitados habían sido silenciados por sus afirmaciones de que el sexo es biológico y binario; que las preferencias raciales perjudican a sus beneficiarios; que la burocracia de la diversidad inhibe la libertad académica, y que una política de inmigración de fronteras abiertas perjudica al país.
Siempre se habla del macartismo, que en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado hizo una caza de brujas para expulsar de las universidades a profesores comunistas. Las víctimas fueron un centenar. En cambio, según muestra Greg Lukianoff, el número de despedidos por sus creencias políticas –principalmente por posturas conservadoras o “anti-woke” en materia de raza y género– en los últimos diez años es casi el doble.
Es difícil saber qué consecuencias traerá este proceso a largo plazo en muchas de las principales universidades del mundo. Me temo que, a menos que esta moda sea pasajera, terminarán por experimentar una seria esclerosis. Ella no puede ser impedida, sino solo retardada, por la riqueza económica de que disponen.
A los republicanos les preocupa que el número de profesores de esas universidades que votaron por Trump es mínimo. Quizá no les falte razón. Unos amigos míos, prestigiosos académicos, me decían que ellos no conocen a nadie que haya votado por Trump. Esto es raro, porque muestra un divorcio entre las ideas que reinan en la academia y la diversidad ideológica que siempre ha existido en la sociedad norteamericana. Sin embargo, el problema es más serio que el eventual apoyo a un candidato discutible.
La existencia misma de la institución universitaria se funda en dos convicciones: la primera es que la verdad existe. La segunda es que no disponemos de ella como de una propiedad privada, sino que debemos buscarla con la colaboración de otros. Por eso, profesores y alumnos nos agrupamos para tratar de conocerla mejor. En esta tarea contamos con la poderosa ayuda de los clásicos, especialmente en humanidades, y ella no puede llevarse a cabo sin una base de amistad.
No existe, por tanto, una verdad “privada”, ella es esencialmente comunicable. La rectora de Harvard, en cambio, aludió a “mytruth” en su defensa. No ha leído a Antonio Machado: “¿Tu verdad? No, la verdad; y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela”.
Sin embargo, desde hace décadas, en el campo académico se han impuesto el escepticismo y el relativismo. Hoy, para muchos, la verdad no existe o, en el mejor de los casos, es algo que “se construye”. El énfasis no está en la verdad, sino en los procesos. Sin embargo, si no existe la verdad, o si ella es completamente relativa, entonces solo queda imponerse por la fuerza, como bien lo dijo Benito Mussolini, cuyas propuestas políticas eran perversas, pero inteligencia no le faltaba.
No es casual, entonces, que la valoración pública de las universidades norteamericanas haya caído drásticamente. No podía ser de otra manera: son unas instituciones que ya no saben para qué existen. (El Mercurio)
Joaquín García Huidobro