Ayer se asistió a uno de esos momentos que podrían equivaler a una escena originaria.
Freud sugiere que los sueños que tiene un adulto, las fantasías que abriga, las fobias que lo aquejan, las neurosis con las que domestica la angustia, el tipo de vida que lleva, en suma, estarían influidos por una escena (o por varias) de la que habría sido testigo cuando niño. Esa escena sería una fantasía relativa al propio origen que estaría a la base de la identidad personal.
Si esa idea fuera cierta para las sociedades y para la política, ayer se habría asistido a una escena originaria, a un rito que podría prefigurar lo que vendrá.
Y se trata de una escena radicalmente inversa a la que se configuró cuando se instaló la Convención.
Entonces, su presidenta Elisa Loncon comenzó por el final: ella, incendiada de entusiasmo, supuso que ya se había alcanzado lo que, sin embargo, era necesario lograr mediante el debate. Fue lo que ocurrió cuando dijo que se trataba de refundar Chile. Se trató de un error craso, puesto que dio por resuelto lo que habría que decidir. Ella supuso que ya conocía la verdad de la vida social, que la mayoría la atesoraba y que solo había que ver cómo explicitarla. La presidenta actual, Beatriz Hevia, a pesar de los votos que pudieron haber ensoberbecido a su sector, a pesar del entusiasmo que debió sentir, no obstante la autoconciencia de su generación, subrayó lo opuesto. Prefirió detenerse en los deberes que pesaban sobre los consejeros y en la disposición que debían tener para dialogar entre sí y alcanzar acuerdos.
Si entonces se empuñaron verdades sustantivas a las que se dio por alcanzadas, ahora se subrayaron más bien formas adverbiales, modos de comportarse para estar a la altura del deber que se les había conferido.
Se trata, pues, de dos escenas perfectamente inversas.
Y si esta última escena cumple el papel de una escena originaria, una escena que prefigura lo que vendrá y hasta cierto punto lo anticipa, entonces hay motivos para alegrarse, puesto que la democracia —al revés de lo que se proclamó con premura aquella otra vez— no se erige sobre un puñado de verdades sustantivas, sino que es un modo, apenas una forma o manera, de intentar alcanzar alguna de ellas, apenas alguna si la hubiere. Por eso en democracia tienen más importancia los adverbios que los sustantivos; en ella importan más los modales y las formas que las creencias y las convicciones; y por eso lleva también toda la razón el vicepresidente Aldo Valle cuando asevera que en la vida democrática a veces es mejor alcanzar la paz que tener la razón.
Lo anterior se ve corroborado por la ausencia de ciertos términos que en el anterior proceso configuraron la autoconciencia de muchos de sus integrantes. El más notorio de ellos fue “poder constituyente originario” que brindó a muchos de los convencionales que lo oían por vez primera, o que habiéndolo escuchado muchas veces lo malentendieron, la conciencia falsa de actuar sin cortapisas, sin deberes, puesto que ¿cómo —debieron pensar apegándose a ese término— podría tener deberes cívicos quien formaba parte de un órgano que era previo a la existencia de cualquier deber? Hoy, en cambio, ese término y la conciencia falsa que lleva aparejada (ignorar el peso de la propia trayectoria y la presencia del otro es siempre una falsedad) no existe, y allí donde antes se creyó contar con una simple franquía, hoy parece haber (y ojalá no solo lo parezca) la plena conciencia de un deber.
Gozar de una franquía, que es lo que alguna vez se creyó erróneamente haber alcanzado, significa tener la posibilidad de diseñar el futuro a placer, al compás de la propia voluntad; tener un deber, como se cree ahora y ojalá no se olvide, significa ser capaz, a la hora de cumplir la tarea recibida, de sacrificar el propio interés.
Para decirlo en una frase, quienes juraron ayer parecen tener conciencia de que no se hicieron de un poder, sino que adquirieron un deber. Y eso es lo más alentador de esta nueva escena originaria. (El Mercurio)
Carlos Peña