La noticia de la aprobación de la eutanasia por la Corte Constitucional de Ecuador y de la que practicaron en conjunto el ex Primer Ministro neerlandés Dries van Agt y su esposa, quienes murieron tomados de la mano, ha vuelto a poner el debate sobre esta materia en nuestro país.
No cabe duda de que es un tema que está lejos de zanjarse, y que, a primera vista, es innegable el crecimiento que ha tenido la aceptación de la muerte asistida. En Chile, la última Encuesta Bicentenario UC (2022) muestra que un 65% de la población chilena está a favor de permitir la ayuda médica para morir ante enfermedades dolorosas e incurables.
Obviamente cabe preguntarse qué pasa con esa cifra una vez que uno precisa qué quiere decir esta práctica -en muchos casos se cree erradamente que oponerse a la eutanasia implica validar el encarnizamiento terapéutico-, pero el hecho es que en los grandes titulares parece recibir apoyo masivo. Ahora bien, ¿cuál es la postura de los médicos en este escenario? Si se aprueba el proyecto de ley sobre muerte digna (está pendiente su discusión en el Senado), serán estos profesionales, bajo ciertas condiciones, los encargados de prescribir o administrar medicamentos para poner fin a la vida de los pacientes. Sin embargo, esa pregunta no suele aparecer en la discusión.
A la luz de una encuesta realizada por el Colegio Médico de Chile en abril de 2019, el 77% de los profesionales afiliados están a favor de la eutanasia, basándose en aproximadamente 5.000 respuestas recibidas de 24.000 emails enviados. No obstante, este apoyo disminuye al 59% en cuanto a su disposición a practicarla. Estos datos nos sitúan frente a un dilema cultural y ético significativo, considerando que la medicina, desde sus raíces clásicas y reflejada en el Juramento Hipocrático, ha mantenido la norma de no administrar drogas mortales a ningún paciente, incluso si este lo solicita. Suprimir esta norma, ¿no representa un giro radical de lo que se considera el rol del profesional de la salud concebido en términos de curar y cuidar?
El instituto de investigación en Bioética, Hastings Center, con sede en Estados Unidos, señala entre los fines de la medicina evitar la muerte prematura y buscar una muerte tranquila y en paz. Amparados en este objetivo, algunos profesionales consideran que la aprobación de la eutanasia significaría un alineamiento con tales objetivos: si un paciente pide morir, habría que ayudarle a hacerlo. Para otros sin embargo la interpretación es diferente, compartiendo el mismo fin recogido por Hastings Center: el respeto por la autonomía del paciente no implica que el médico deba aceptar cualquier cosa que este le pida, aunque el paciente no lo vea como un daño sino como un beneficio. No estaría en la naturaleza del acto médico causar la muerte, sino evitarla, en la medida de lo posible.
Esto muestra hasta qué punto en este debate hay muchas cosas importantes en juego, no sólo relativas a la voluntad de un individuo, sino respecto de todos los actores involucrados, como los médicos. En ese sentido, ¿podría la eutanasia cambiar el ethos de la medicina? ¿Somos conscientes de lo que ello implica? Al menos lo que se percibe en lugares como Países Bajos, Bélgica y Canadá es que los mismos profesionales van modelando su mentalidad con respecto a este fenómeno, admitiendo que se pueda aplicar en más situaciones. Al respecto resulta inquietante la entrevista realizada a Theo Boer, inicialmente un férreo defensor de la eutanasia en Holanda y miembro durante nueve años de la Comisión encargada de evaluar la correcta aplicación de la norma: “en los Países Bajos siempre se ha defendido que sólo se mataría a las personas que sufren (compasión) y que piden la muerte voluntariamente (autonomía). Ahora, sin embargo, incluso estos dos principios se están desmoronando: con la eutanasia de niños (entre 1 y 12 años) renunciamos al precepto de la autonomía y cuando hablamos de eutanasia para ancianos de 75 años, aunque estén sanos, renunciamos al de la compasión. No pensé que llegaríamos tan lejos y por eso ahora digo a otros países: no hagan como nosotros, no legalicen la eutanasia”.
La reflexión de Theo Boer pone de manifiesto una realidad preocupante: la eutanasia, como una opción para situaciones extremas, se ha ampliado más allá de sus límites iniciales. Pero no porque se haya desviado de su camino inicial, sino porque ha llevado a su máximo cumplimiento los términos que la justifican: si acaso es la voluntad individual lo único relevante, ¿por qué impedirla en un caso y no en otro?
Hay que examinar también si cambiar el ethos médico podría llevar, en último término, a que se extienda la idea de que la eutanasia es una medida terapéutica más, como ha ocurrido en los países mencionados anteriormente. El resurgimiento del debate sobre la eutanasia en Chile exige entonces proceder con cautela. El optimismo ingenuo que inunda a ratos a quienes celebran el avance de esta legislación parece extremadamente insuficiente, pues convencido de que esto es sólo señal del avance del progreso, no alcanzan a advertir las implicancias nocivas y los costos que acompañan toda acción humana. Cualquier discusión honesta sobre eutanasia requiere partir de esta constatación. (El Líbero)
Jaime Bellolio