Nunca en la historia del país una generación tan joven había contado con tanto poder político como la actualmente instalada en La Moneda. Es un rendimiento formidable: pasar, en breves años, de los patios universitarios y las calles al gobierno.
El primer desafío es mostrar capacidad de gobernar. La seguridad y la economía han acusado su ausencia primera en la retórica y las ideas de la novel generación. El gobierno, sin embargo, ha hecho ajustes. La incorporación de los exconcertacionistas, encabezados por Tohá; el paso a segundo plano del discurso moralizante ejemplificado en la pérdida de protagonismo del inflexible ministro Jackson; el mayor énfasis en la seguridad y la economía, han mostrado que los gobernantes están dispuestos a asumir costos y aprender con velocidad.
Sin embargo, eso no basta. Si bien el paso del moralismo de la primera hora a la responsabilidad muestra capacidad, no se exhibe todavía algo que será necesario evidenciar pronto. El paso debe ir acompañado de una nueva propuesta ideológica.
Ha de ser una propuesta que se distancie no solo del radicalismo de los estándares morales superiores de Jackson y su profeta de cátedra. Además, debe deslindarse claramente de un realismo que acabe agotándose de modo rasante entre las redes del poder.
Mientras aquel discurso ideológico -a la vez prospectivo y responsable- no cuaje, el gobierno tiene el riesgo de ir a la deriva, tironeado por sus dos “almas”. Dos “almas”, en último término, políticamente fenecidas, pues si el realismo de la Concertación, tras cuatro lustros de hegemonía, se agotó, el moralismo fue derrotado colosalmente en el plebiscito constitucional.
Además, la juventud de la actual precoz generación significa también lo siguiente: ella estará en la primera línea de la política probablemente las próximas tres y hasta cuatro décadas. Puesto que los ciclos políticos chilenos tienden a durar treinta años, esta generación verá pasar de moda, aun cuando tenga éxito, las ideas y el orden que ella produzca. Cosecharán en vida, en plena vigencia de sus carreras políticas, los frutos de su trabajo. Si incluso las grandes generaciones políticas quedan siempre condenadas a ser superadas, la actual podría llegar a ser una generación maldita, de muertos (políticos) en vida. Y ese peso les cae hoy: cuando todavía no han parido la ideología de las tres décadas por venir.
La mejor opción los obliga ya a avizorar el destino aciago que pesa sobre las dirigencias políticas históricamente relevantes. Y la peor, a enterarse de que podrían incluso tener el doble castigo de ser una generación, además de superada, como todas, que no alcanzó siquiera a volverse relevante, en la medida en que no logró articular una propuesta ideológica auténticamente política, distante tanto del pedestre cinismo, cuanto de la irresponsable fanaticada de los puros. (La Tercera)
Hugo Herrera