La polémica que ha generado la decisión del alcalde UDI de Las Condes, Joaquín Lavín, de explorar la creación de una “inmobiliaria popular” en su comuna para que el Estado provea soluciones habitacionales a las personas de menos ingresos —ya sea vendiéndoles casas a precios subsidiados o arrendando casas que construya el propio gobierno comunal— demuestra la confusión ideológica que parece reinar en parte de la derecha chilena.
Si bien es cierto que lo importante no es el color del gato, sino que cace ratones, la evidencia demuestra que el Estado es mucho mejor regulador que empresario. Más aun, precisamente porque un gobierno municipal va a tener incentivos para no cobrar arriendo a esos votantes que son beneficiarios de sus programas sociales —y así convertirlos en clientela electoral cautiva—, la idea de una inmobiliaria popular de propiedad de un municipio es, lisa y llanamente, mala.
Desde que se vino abajo el Muro de Berlín, las diferencias ideológicas entre la izquierda y la derecha han tendido a desaparecer. El hecho de que el modelo capitalista se impusiera al modelo de una economía centrada en el Estado llevó a la izquierda a abrazar elementos del modelo capitalista para articular propuestas socialdemócratas. A su vez, cuando la amenaza del ogro filantrópico —palabras de Octavio Paz— se desvaneció, la derecha comenzó a aceptar un rol regulador más potente del Estado y una participación más activa del sector público para ayudar a los que menos tienen y reducir los altos niveles de desigualdad que produce el sistema capitalista.
Pero la noción marxista de que, a través de la propiedad de los medios de producción, el Estado puede distribuir mejor la riqueza no ha sido abandonada del todo por la izquierda, especialmente aquella nostálgica que, además, cree que el capitalismo es sinónimo de violaciones a los derechos humanos. Esa idealización de lo que puede hacer el Estado ha llevado a que, en vez de buscar mecanismos que introduzcan mayor competencia en la provisión de servicios o de diseñar regulaciones que permitan el igual acceso a los servicios a las personas independientemente de su capacidad de compra, algunos idealistas de izquierda creen que basta con estatizar la provisión de servicios para garantizar la igualdad o la calidad de esos servicios.
Aunque en algunos mercados, la provisión estatal —o la regulación— pueden ayudar a garantizar el acceso y/o la calidad, como en el transporte público del Metro de Santiago, en otros servicios la intervención del Estado puede no garantizar ni acceso ni calidad, como el Transantiago. O sea, no hay recetas mágicas para determinar en qué áreas el Estado puede ser exitoso.
El alcalde de Recoleta, Daniel Jadue, ha defendido la tesis que el Estado puede solucionar problemas donde los mercados no han demostrado ser lo suficientemente competitivos, como las farmacias o, más recientemente, el acceso a la vivienda para las personas de bajos ingresos. La solución de Jadue, no obstante, supone que el Estado, en vez de subsidiar el acceso a las personas —subsidio a la demanda— proveerá directamente acceso a la gente (subsidio a la oferta). El alcalde de Las Condes, leyendo correctamente que mucha gente se compra la idea de que el subsidio a la oferta es más eficiente, ha decidido hacerse parte del grupo de aquellos que creen que, en vez de garantizar el acceso promoviendo más competencia en los mercados, el Estado debiera convertirse en el proveedor de servicios públicos.
Lamentable, Lavín —que estudió economía en la Universidad de Chicago— parece no haber previsto una serie de incentivos negativos que aparecerán si el municipio de Las Condes se dedica a la provisión de bienes públicos como la vivienda. Si la gente de bajos ingresos no puede acceder a viviendas en la comuna, la única forma que tendrá el municipio para proveer ese acceso será subsidiando las viviendas para algunas personas. La decisión de quién debiera recibir primero esos subsidios siempre genera problemas. Así como es malo que los gobiernos den soluciones habitacionales primero a las personas que viven en campamentos —porque eso incentivará a que todos los que necesitan una solución se tomen un terreno—, utilizar criterios distintos a los que ya existen para acceder a viviendas producirá distorsiones que premiarán a los que se saltan la fila. A su vez, si Las Condes opta por construir viviendas y arrendárselas a personas de bajos ingresos, el gobierno municipal no tendrá incentivos para cobrar esos arriendos. Después de todo, cobrar deudas atrasadas a votantes— especialmente en período de elecciones— no es la mejor forma de ganar en las urnas. Pero no cobrarles dicho arriendo bien pudiera ser una buena forma de construir redes de apoyo clientelar.
La confusión ideológica del alcalde Lavín pudiera ser producto de una estrategia comunicacional o de un intento por dar una solución rápida a la demanda por viviendas accesibles en Santiago. Pero defender la tesis de la inmobiliaria popular como una buena idea constituye no sólo un error ideológico, sino que también es una mala política pública.
El Líbero