Su extraordinaria capacidad para programar y comprender las bases de la naciente computación lo transformó en un pilar de la industria de los microcomputadores -como se denominaban en ese momento, en contraste con las enormes máquinas IBM que entonces dominaban el mercado-, pero fueron su multifacética personalidad y sus múltiples intereses los que ameritan que su legado sea conocido y divulgado.
Allen se describía a sí mismo como «filántropo, inversor, emprendedor, propietario de los equipos Seahawks y Blazers, guitarrista, partidario de la neurociencia, pionero del espacio y cofundador de Microsoft». El hecho de que haya dejado en el último lugar de esa descripción su participación en la creación de Microsoft, la empresa que le dio la fortuna -que superaba los 20 mil millones de dólares- con la que pudo realizar todas las otras actividades con las que él se identificaba, refleja cómo había establecido sus prioridades. A la cabeza de ellas estaba la filantropía, entendida como la donación de recursos para acciones en beneficio de la comunidad, pero en las que el propio donante define el objetivo a conseguir y dirige su utilización. A continuación anota su calidad de inversor, que lo llevó a efectuar múltiples aportes de capital de riesgo en start-ups que luego se transformaron en poderosas compañías. Asimismo, fundó Vulcan Capital, empresa que desarrolló el Space-Ship-One, primer avión privado que logró colocar a un civil en el espacio suborbital, y el Stratolaunch, un gigantesco avión para llevar cohetes al espacio y regresar a efectuar nuevos lanzamientos.
Como filántropo destinó 500 millones de dólares al Allen Institute, dedicado a la neurociencia, cuyo objetivo es «descubrir los misterios del cerebro humano y compartir recursos con la comunidad global de neurocientíficos», en cuya dirección estratégica participaba activamente. En 2014 creó el Instituto Allen para la Inteligencia Artificial, para, entre otras cosas, «crear máquinas con sentido común», al que recientemente donó 125 millones de dólares. Adicionalmente, durante su vida entregó unos 2.000 millones de dólares a más de 1.500 ONG. Los yates de lujo que poseía, además de recreacionales, estaban orientados a la investigación científica, y su equipamiento con submarinos y otros aparatos sofisticados tenía esa finalidad.
Su afición a la música -según los especialistas, tocaba guitarra «casi» como Jimmi Hendrix- lo llevó a crear un museo en Seattle, su ciudad natal, diseñado por Frank Gehry y dedicado a la cultura pop .
Era dueño de dos equipos de básquetbol -otra de sus aficiones-, fue uno de los más importantes coleccionistas de pinturas valiosas del mundo, poseía nueve mansiones en diversos lugares de EE.UU. y del planeta, y coleccionaba aviones de guerra antiguos. Sus logros y capacidades condonan el que se haya permitido esas excentricidades.
Allen es un ejemplo de creación de valor basado en tecnología, innovación y energía emprendedora. Y aunque el afán de lucro haya estado detrás de parte de sus logros, y que algunos lo podrían sindicar como un ícono de la desigualdad a la que el sistema de libre empresa puede conducir, el destino constructivo y creativo que dio a la fortuna que acumuló, como resultado de su propio empeño e intereses intelectuales, ilustra por qué la complejidad de las motivaciones humanas y la sofisticación con que son capaces de seguir ese derrotero debe ser incorporada al momento de analizar y diseñar las instituciones de la sociedad.
Ello debería hacernos reflexionar. ¿Preferimos un mundo más uniforme y parejo, con menos estratificaciones y menos creación de valor para todos, o uno con más variedad y riqueza, aun a costa de más desigualdad, como resultado del ímpetu de los Paul Allen de este mundo, y de tantos otros emprendedores? (El Mercurio)
Álvaro Fischer Abeliuk