En 2008 fue promulgada la ley 20.249, que creó el Espacio Costero Marino de los Pueblos Originarios (ECMPO). La Ley, que desde sus inicios fue conocida como “Ley Lafkenche”, tenía propósitos loables: permitir al pueblo mapuche de la orilla del mar, el pueblo lafkenche, preservar sus tradiciones, entre ellas las religiosas, y garantizarle acceso a los recursos naturales del borde costero que han utilizado proverbialmente como modo de vida. Para ello la Ley estableció la capacidad de las comunidades de solicitar al Estado el reconocimiento de dichos espacios costeros marinos, siempre que pudieran demostrar su uso consuetudinario. Y, para proteger esas solicitudes, estableció también un efecto suspensivo que obliga a paralizar inversiones y tramitaciones de otros interesados por la sola presentación de éstas.
Podría pensarse que se trata de una Ley paternalista y probablemente lo sea. También es probable que su concepción y buena parte de la energía original que la impulsó no proviniese de las comunidades a las que estaban destinadas, sino que de diligentes y bien intencionados activistas de apellidos europeos residentes en ciudades alejadas del borde costero. Sin embargo, nada de eso anulaba el objetivo original perseguido: favorecer a un segmento de ciudadanos chilenos que se enfrentan en una condición desfavorable a la competencia por pequeños espacios de territorio necesarios para su subsistencia y para la mantención de su cultura, en particular de su religiosidad.
Sin embargo, la Ley ha sido totalmente desvirtuada en su aplicación práctica. Y lo ha sido debido al uso abusivo que se ha hecho de ella.
De una parte, y no obstante que la ley establece plazos de doce meses para evacuar resoluciones sobre las solicitudes, éstas están llegando a tardar doce años en resolverse y el promedio se eleva a seis años y medio. Son años en que las inversiones y otras solicitudes quedan paralizadas con un enorme perjuicio económico para las empresas del borde costero y sus miles de trabajadores. En el sur austral del país se ha creado una situación de incertidumbre económica, pues ningún territorio está exento del riesgo de verse solicitado por alguna comunidad, interrumpiendo de ese modo por años o para siempre actividades ya iniciadas en ellos.
Y también ocurrió que personas inescrupulosas vieron en esta Ley la posibilidad de sacar provecho personal. Así, súbitamente el litoral del sur austral se vio inundado de comunidades indígenas en donde estas no existían o habían dejado de existir, que comenzaron a reivindicar caletas y terrenos en que operaban o existía la posibilidad que operaran empresas productivas, incluyendo la actividad de pescadores artesanales.
Desde que entró en vigor la Ley se han presentado solicitudes de Espacio Costero Marino de los Pueblos Originarios que cubren alrededor de cuatro millones de hectáreas del sur austral nacional, principalmente en las regiones de Los Ríos, Los Lagos y Aysén. ¡¡Cuatro millones de hectáreas supuestamente necesarias para preservar las tradiciones de comunidades lafkenches!! Cuatro millones de hectáreas que han significado la paralización de cualquier otra solicitud o actividad productiva ya instalada en ellas. Una paralización de actividades que ni siquiera garantiza la aceptación de la solicitud pues, desde 2008, sólo cien mil de esas hectáreas han sido otorgadas.
No es necesario ser un experto en costumbres de los pueblos originarios para advertir que esta inmensa cantidad de territorio y también de maritorio, pues las solicitudes involucran el mar colindante, excede el espíritu original de la Ley. Pequeñas comunidades no requieren millones de hectáreas para preservar sus tradiciones o practicar su religiosidad y tampoco para practicar la pesca u obtener su sustento de la actividad marítima. La explosión de solicitudes sólo puede explicarse por la codicia, porque la solicitud misma de una ECMPO se ha convertido en un pingüe negocio para las comunidades que las solicitan o para los líderes que las inducen a ello.
Ocurre que las comunidades solicitantes pueden decidir desafectar de esa solicitud partes de los territorios solicitados o concedidos. El efecto de ello ha sido que, en la actualidad, sean numerosas las empresas que deben pagar una suerte de tributo a los líderes comunitarios para que permitan -vía desafectación- la continuación de actividades que ya operaban en las zonas de concesión o que deben instalarse en ellas. En muchos casos ese tributo se paga desde el momento mismo en que se hace la solicitud para evitar la suspensión de actividades. La Ley pierde así totalmente su propósito originario y se convierte, en la práctica, en una suerte de mecanismo legal de extorsión. Tan bueno es el negocio para las comunidades o para quienes se aprovechan de ellas, que muchas solicitudes chocan entre sí en el afán de alcanzar control sobre los territorios. Recientemente en la Región de Los Lagos se rechazó la solicitud de la ECMPO Lelbun-Queilén, justamente por superponerse con las solicitudes de otras comunidades.
Lo ocurrido el jueves pasado, con el rechazo de las solicitudes de ECMPO en Cisnes e Islas Huichas, es un buen ejemplo del extremo al que había llegado el abuso de la Ley y, quizás, la señal de que las cosas pueden cambiar. El abuso: la comunidad Pu Wapi, compuesta por veintisiete personas integrantes de veintitrés familias, solicitaba la «ECMPO Cisnes» con una superficie de 227.272 hectáreas, esto es alrededor de 8.500 hectáreas por persona; la comunidad Antuen Rain, compuesta por once personas pertenecientes a nueve familias, solicitaban a su vez la ECMPO Islas Huinchas, que abarca una superficie total de 393.945 hectáreas, es decir casi 36 mil hectáreas por persona. Se trataba del abuso llevado a la exageración: nadie, ni siquiera la persona poseída por la fe más profunda y demandante que sea posible imaginar, necesita decenas de miles de hectáreas para practicar los ritos de su fe. Y ningún grupo humano de menos de una docena de personas, requiere cientos de miles de hectáreas para procurarse el sustento.
Se trataba de una exageración sólo equivalente a la que pequeños grupos, amparados por los partidos políticos oficialistas y el propio gobierno, perpetraron proponiendo en 2022 una Constitución que era más bien un catálogo de excesos identitarios llevados al extremo de lo absurdo. En esa oportunidad la exageración y el abuso fueron rechazados por la ciudadanía y el proyecto sólo obtuvo los votos de un oficialismo que nunca se recuperó de su error. El jueves que pasó, nuevamente la exageración del abuso fue castigada, aunque esta vez los representantes del oficialismo también concurrieron a ese rechazo. La madurez y la Ley abusada parecen, así, comenzar a encontrar nuevos defensores. La Comisión Regional de Uso de Borde Costero de Aysén rechazó ambas solicitudes por una abrumadora mayoría y sólo obtuvo dos votos a favor entre los treinta y seis integrantes de la Comisión, entre los que se contaban la gobernadora regional, el delegado presidencial regional, el delegado presidencial provincial y otros representantes del gobierno.
Se trata sin duda de una buena noticia. Quizás del anuncio de que nuestro país comienza a recuperar la cordura después de años de una crisis de inmadurez adolescente, acompañada de largos períodos de fiebre populista. (El Líbero)
Álvaro Briones