Durante el derrumbe de la URSS, la idea de que “ya no existían izquierdas ni derechas” ganó popularidad. Era una versión liviana de la declaración del fin de la historia: ya que el capitalismo democrático había triunfado, para reclamar su hegemonía plena, debía dejar de identificarse con ese nombre. Debía presentarse como totalidad. Desde ahora, se decía con ecos leninistas, todo problema es técnico. Hemos superado la política.
Si buena parte de la antigua izquierda se sumó a esta opinión, no fue por oportunismo. La renovación no fue un acto de prostitución -aunque haya casos de ella-, sino de reconocimiento de una derrota en los propios términos. El capitalismo democrático había logrado superar a los socialismos reales en la producción y distribución de bienes, y también en la provisión de estructuras de sentido. Si personas como Ricardo Lagos y Alejandro Foxley dejaron de pensar que la colectivización de los medios de producción y la planificación central eran la mejor solución al problema económico fue porque reconocieron la evidencia de ello.
Socialismo y capitalismo de mercado, después de todo, compartían un tablero. Eran versiones del proyecto moderno. Por algo la Guerra Fría fue una especie de gran Olimpiada. Los objetivos perseguidos siempre fueron los mismos. Y el ganador fue el capitalismo de mercado. Luego, todo socialista honesto en cuanto a sus fines debía reconocerlo. Es la tesis detrás de aquella magistral obra de propaganda triunfal capitalista que es Rocky IV. No hay, en cambio, nada loable en la izquierda taimada que decidió aferrarse a sus consignas porque no podían darle sentido a un mundo donde ellas se hubieran demostrado inútiles.
La crisis ecológica que el mundo enfrenta hoy viene a revolver definitivamente este panorama, pues ella desafía el tablero mismo de la modernidad. La ilusión del crecimiento y la aceleración infinita del sistema social mundial es la que es puesta en cuestión. Ilusión que es parte fundamental tanto del credo socialista como del capitalista de mercado. Esto resulta tan desconcertante que algunos izquierdistas ideológicamente muertos creen haber resucitado, mientras que algunos agonizantes adalides del mercado gastan sus últimas energías en combatirlos. El resultado es un debate tan absurdo como los últimos productos de la saga de Rocky.
Tomarse en serio el desafío ambiental supone cambiar el tablero. Cambiar de juego. Y ese proceso no es ni puede ser rápido. No es solo “recortar emisiones”. Cuando los activistas medioambientales piden que se ejecuten “rapidito” las directrices de algunos científicos no toman en cuenta el rol que la velocidad y la constante aceleración de la circulación del capital juegan en el mundo en que vivimos. Ignoran que de hecho, la vida de millones de personas depende de ellas. Y que un frenazo, a estas alturas, tendría consecuencias tan catastróficas -o más- que un choque. Luego, en el corto plazo, lo que parece razonable es apostar por una desaceleración gradual, esperando disminuir la fuerza del impacto, en caso de ocurrir. Ahora, ¿serán capaces las democracias capitalistas de organizar un proceso ordenado de quiebra de la modernidad? Esa ya es otra pregunta. (La Tercera)
Pablo Ortúzar