Lo más llamativo y, como se verá, preocupante de la ceremonia de cambio de Gabinete fue una frase del Presidente.
Apenas dos días después del fracaso de la Convención (que de algún modo fue también su propio fracaso), y refiriéndose a lo que había ocurrido, dijo:
“…ser un adelantado a tu época es una forma elegante de estar equivocado…”.
La frase es preocupante, no porque sea mala (no cabe duda de que el Presidente es mejor para hacer frases que para hacer política), sino porque denota una comprensión de sí mismo y de las ideas que ha empujado que es renuente, o alérgica, o resistente, o inmune, a la prueba de los hechos. Eso es exactamente lo que, bien mirado, esa frase quiere decir. Si la idea que él mismo ha impulsado no fue acogida por la ciudadanía, esa no es una razón para cambiarla o para modificarla o para abrigar dudas acerca de ella, o siquiera tener la sospecha de que quizá fue errónea, o apresurada, porque si ello no ocurrió, si más del sesenta por ciento de la gente la rechazó, ello solo significa que se adelantó a su tiempo, o, lo que vendría a ser lo mismo, que él y quienes la formularon fueron capaces de ver más lejos, de avistar algo que la mayor parte de las personas, por estupidez, ceguera, enajenación o lo que fuera, mostraron ser incapaces de ver.
En otras palabras, el rechazo rotundo de una idea propugnada e impulsada por una vanguardia, o mejor, por un grupo que ha decidido concebirse como tal, no es una razón para abandonarla, o cambiarla, o modificarla, no es un signo de que la idea pueda ser errónea, o tonta, o exagerada, sino que se trata simplemente de que la mayoría es ciega para ver lo que ese pequeño grupo ve, sin embargo, con toda claridad.
Pero ocurre que quien formula una idea que se niega a atender a la prueba de los hechos, que no se inclina ante la realidad (con el pretexto de que él tiene mejor vista para ver la silueta de la historia futura) anida la semilla del creyente o, en política, del fanático.
El fanático se parece al creyente, porque ambos creen en un futuro que se acerca y que ellos son capaces de ver y se esmeran en enseñar a los demás. La diferencia entre ambos es que el creyente se apoya en la fe y en algo que él sabe es un misterio; en tanto, el fanático se afirma en una convicción total, la misma que le lleva a decir que no hay nada capaz de refutar lo que él cree o piensa, porque lo que cree o piensa es relativo al futuro y no a los hechos del presente.
Sería excesivo, desde luego, tratar de fanático al Presidente, pero no vaya a ocurrir que se tome sus frases demasiado en serio y acabe creyendo que la diferencia que media entre él y el sesenta por ciento de los chilenos y chilenas que acaban de rechazar el proyecto constitucional que promovió no deriva del hecho de que él fue incapaz de interpretarlos, sino de la circunstancia que él ve el futuro que se acerca y la mayoría de la ciudadanía no. Porque ocurre que el futuro es un rostro sin facciones (nadie sabe la fisonomía que acabará adquiriendo), de manera que consolarse de los errores convenciéndose de que en realidad no se trata de un error, sino de la consecuencia de adelantarse a la propia época, es pretencioso y algo ridículo. Y lo más peligroso (aunque este peligro está lejos del Presidente, para ser justo) es que la experiencia prueba que cuando se invoca el futuro se justifica cualquier demasía. Después de todo, si lo mejor está por delante, ¿por qué debiéramos atender o hacer caso a la opinión de los estúpidos que, por descuido, egoísmo, alineación o ignorancia no son capaces de verlo?
La frase que pronunció el Presidente tiene ilustres antecedentes, y la idea que le subyace no es, desde luego, nueva. La versión más famosa es la de Fidel cuando dijo “la historia me absolverá”. Pero las que son mejores y más dignas son otras dos que vale la pena recordar. Una pertenece a Baltasar Gracián, quien escribió que “el sabio es eterno y si este no es su siglo, otros lo serán”. La otra es de Heidegger, quien, al oír la queja de que la filosofía es inactual, escribió que “lo inactual tendrá su propio tiempo”.
Como se ve, la frase en boca del Presidente, contrastada con esos ejemplos, tiene algo de envanecimiento y de engreimiento. Es excesiva. Quizá por eso, en medio de la ceremonia, y mientras oía la frase, la ministra del Interior que acababa de ser nombrada y que estaba detrás del Presidente, Carolina Tohá, no pudo evitar una irónica sonrisa. (El Mercurio)