Las elecciones del fin de semana no dejan mayores dudas: los electores han optado por darle una hegemonía a la izquierda de la que ningún sector político ha gozado desde la recuperación de la democracia. Esa hegemonía se reflejará en tres instancias decisivas que darán forma a un país muy distinto al que hemos conocido hasta aquí. En primer lugar, en la Convención Constituyente, donde la izquierda podrá redactar la Carta Fundamental en una verdadera hoja en blanco prácticamente sin contrapesos. En segundo lugar, en la elección presidencial de noviembre. Suponiendo que allí se alcanzara una participación del 50% (la de este fin de semana fue de un 43% del padrón), del total de 7 millones de votos posibles la izquierda ya tendría a su favor unos 4 millones, correspondientes a los que votaron ahora por esa tendencia. En consecuencia, estaría en condiciones de ganarla cómodamente. En tercer lugar, en el plebiscito de salida (con votación obligatoria), en el que se aprobará o rechazará la Constitución propuesta por la Convención. Allí la izquierda necesitaría otros tres millones -ya tiene cuatro- para ganarlo. Para eso le bastarán menos de la mitad de los 8 millones de votos correspondientes a los electores que no votaron este fin de semana, y que lo deberán hacer en esa instancia. Bastaría que se repartieran por mitades entre izquierda y derecha (seguramente será bastante más que eso para la izquierda) para triunfar cómodamente en ese referéndum.
Es así que la izquierda logrará instituir una Carta Magna a su medida para regir por los próximos 30 años, a la vez que podrá elegir al gobernante correspondiente al próximo período presidencial. Esto sin mencionar siquiera la conformación del Parlamento que surgirá de las elecciones de noviembre, que con toda probabilidad replicará la votación de la Convención Constitucional, lo que le daría a la izquierda una sólida mayoría en ambas cámaras.
Todo esto es lo que se desprende, con razonables grados de certeza, de los resultados de la contienda electoral del fin de semana. Sus efectos serán vastos y duraderos. Una cosa parece casi segura: ese Chile que cruzaría más temprano que tarde el umbral del desarrollo y dejaría atrás la pobreza, el país que avanzaba con paso seguro hacia el desarrollo, “va camino de regreso a sus orígenes”, en palabras de Sebastián Edwards, para ubicarse en la medianía del grupo de países latinoamericanos del que creíamos orgullosamente haber escapado. Por momentos albergamos la ilusión de ser el primero de la Región en alcanzar esa ambiciosa meta -desde que Argentina fuera una de las naciones más ricas a comienzos del siglo 20-. Pero el sueño chileno del país desarrollado se esfuma a ojos vista. La votación del fin de semana acelera su ocaso. Ello, porque para llegar allí donde anhelábamos instalarnos se precisa crecer sostenidamente, cómo lo hicieron sin excepción todas las naciones del primer mundo. No hay otro camino. Y crecer sostenidamente es lo que ya no volveremos a hacer, no solo porque se opone a las ideas que la izquierda triunfante tiene para el país, sino que también porque un grupo relevante de jóvenes, una sensibilidad que parece estar bien representada en la Convención Constitucional, no cree en el crecimiento económico como un camino por el que país debiera volver a transitar en el futuro.
Al respecto, José Joaquín Brunner escribió hace un tiempo que la carencia de una economía política que haga posible el crecimiento crearía las condiciones para un nuevo estallido social, derivadas de la frustración y el resentimiento que generaría una economía incapaz de producir más y de ofrecer a las nuevas generaciones las oportunidades y distribución de beneficios. La nueva hegemonía de la izquierda debería tenerlo especialmente en cuenta. Y esta premonitoria frase de Martin Luther King: “el progreso humano no es ni automático ni es inevitable”. (El Líbero)
Claudio Hohmann