El año ha partido con regularidad y su previsible carga de problemas. La regularidad viene del funcionamiento de las instituciones. Los problemas son propios de las fricciones generadas por la organización capitalista y democrática de nuestra sociedad.
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Por un lado, se confirma aquello de que las instituciones funcionan. Las vacaciones se terminan y vuelve a bullir la vida cotidiana con sus infinitas relaciones, transacciones, comunicaciones, desplazamientos, horarios y preocupaciones. Las clases se inician en colegios y centros de educación superior, ordenando la vida de más de cuatro millones de hogares. La ciudad se hincha con la presión de las masas que salen a sus trabajos y trámites. El comité político de La Moneda reinicia sus actividades normales. La salud, los bancos, los estadios, la prensa, los malls y las calles retoman su ritmo febril.
Uno no puede dejar de sorprenderse de que, a través de esta caótica red de situaciones y vínculos, de agentes y estructuras, de sentidos y símbolos, de centros y periferias, fluya con relativa regularidad la vida de una sociedad entera, con su historia y trayectoria, sus conflictos y esperanzas, sus temores y sentimientos, sus resentimientos y envidias. Es el “milagro” de un orden social que logra producirse y reproducirse diariamente, precisamente porque sus instituciones funcionan, así no sea en niveles mínimos de sustentación: servicios de salud, municipios y regiones, empresas y casas comerciales, tránsito urbano, puertos y aeropuertos, Estado y sus burocracias, sistema escolar, modos de producción y comunicación.
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Por otro lado, dijimos, y en parte por las propias limitaciones de la institucionalidad capitalista democrática, pero también por razones del contexto en que aquella opera y del papel que juegan las élites, abundan los problemas —viejos y nuevos— que el Gobierno y la sociedad deben enfrentar.
Una economía relativamente frenada, con bajo crecimiento, en medio de mercados globales sujetos a una alta cuota de inseguridad política (Trump; China; elecciones en Francia, Alemania y Holanda; Rusia y su “hinterland”, guerras; Estados fallidos; terrorismo internacional, etc.). En lo doméstico, en tanto, más empleo informal, pesimismo de inversionistas, consumidores endeudados, paro de La Escondida, dificultades en Codelco y la incertidumbre inherente a un año de definiciones electorales.
En los sistemas vitales para la población, tenemos crisis de la isapre MasVida y en la atención de salud de los sectores menos protegidos; crisis financiera de las universidades Iberoamericana y Arcis, más una larga lista de pendientes y/o de reformas en curso mal diseñadas e implementadas en el sistema educacional; crisis largamente arrastrada y aún no resuelta del Transantiago, con su secuela de consecuencias negativas para la población, la tecnocracia y la autoridad; fraude detectado en Carabineros y salida forzada de nueve oficiales (por ahora), hecho que aumenta una extendida sensación de inseguridad y redobla la percepción ciudadana sobre el flagelo de la corrupción.
En el plano político, inicio del año electoral en medio de un desordenado vendaval de desconfianzas que afecta a la conducción del Gobierno, la solidez (¡y existencia!) de los partidos de la Nueva Mayoría (NM), el prestigio de los parlamentarios, la eficiencia de la administración pública, el desempeño del Servel, la capacidad de la oposición, y a la élite política en su conjunto.
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Hasta ahora, la regularidad asegurada por las instituciones supera en fortaleza a la virulencia de los problemas acumulados. De allí que no se haya producido un colapso o una crisis generalizada del sistema.
En efecto, más que la estructura institucional —ese tejido infinitamente complejo que permite a la sociedad producirse cotidianamente y reproducirse como entidad histórica—, lo que falla actualmente en Chile es la conducción y la gestión de la polis; su gobernanza y todo lo que ella debiera proporcionar: certidumbre, coordinación, efectividad de las políticas públicas, buen diseño e implementación de las mismas, estabilidad del orden de expectativas, adaptación de las instituciones al cambio, liderazgo frente a las crisis localizadas, una agenda nítida de asuntos prioritarios para el Gobierno, equipos políticos y técnicos con convicciones y una fuerte ética de la responsabilidad.
Me temo que el Gobierno de la Presidenta Bachelet se transformó hace ya rato en parte del problema de la gobernanza que enfrentamos, y no en la cabeza que preside su solución.
Ha carecido de visión y liderazgo, no ha podido establecer una agenda de prioridades, ha actuado con improvisación y falta de rigor técnico, no pudo articular consensos transversales y ni siquiera coordinar a su mayoría parlamentaria, se propuso llevar adelante reformas que carecían de un diagnóstico compartido y adolecían de fallas de diseño, sus habilidades de implantación han sido claramente insuficientes, su comunicación con la población ha alimentado una inflación de expectativas en vez de ordenarlas en torno al eje del realismo.
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Al iniciarse ahora este año políticamente definitorio, las fuerzas progresistas parecen encontrarse en un mal pie para restablecer una vigorosa gobernanza a nivel nacional.
La NM no define todavía, a ocho meses de la elección presidencial, siquiera acaso podrá soportar el vendaval y mantener una coalición que supere los problemas del actual conglomerado. No ha cuidado a sus liderazgos tradicionales —Ricardo Lagos es un ejemplo dramático de este daño auto infligido— y ahora busca improvisarlos a la luz del ranking de popularidad que cada semana entrega la opinión pública encuestada.
Tampoco ha hecho un balance de su malogrado Gobierno —administración Bachelet II— ni ha comenzado, hasta hoy, a discutir en serio sobre las bases programáticas para un Ejecutivo que deberá llevar al país hacia la tercera década del siglo XXI.
Por lo demás, no posee una común visión de mundo y de la historia que pudiera facilitar la elaboración de una propuesta compartida y una concertación de la acción política. Incluso en torno a los conceptos fundamentales para dicha acción —como democracia liberal, Estado regulador y evaluativo, capitalismo de mercado, crecimiento económico, reformismo, socialdemocracia contemporánea, políticas focalizadas de bienestar, regímenes mixtos de provisión, universalidad de los derechos humanos, estabilidad macroeconómica, etc.— no existe real acuerdo intelectual ni una emotividad cultural convergente.
Al contrario, hay en la NM varias almas distintas, algunas incompatibles entre sí o de difícil acomodo dentro de un mismo cuerpo político.
Algunas proclaman la necesidad de ir más allá de la democracia liberal para acercarse a fórmulas de democracia popular, de asambleas, de mandatos y representantes recusables, de plebiscitos y liderazgos decisivos, sin excesiva descentralización de poderes que impedirían el cambio.
Otras reclaman la posibilidad de ir más allá del capitalismo de mercado, aquí y ahora, ya sea en dirección a un borroso Socialismo del Siglo XXI, o bien hacia una economía alternativa sin precios ni mercados (e ingreso universal asegurado), como proclama un cierto socialismo de cátedra universitaria, o bien hacia un capitalismo de Estado que controle centralizadamente las fuentes de producción, financiamiento, transmisión cultural y comunicación de opiniones.
En suma, por ahora continuamos viviendo nuestras vidas reguladamente dentro de las pautas y expectativas que provee el funcionamiento del orden institucional. A veces no reparamos en la virtud casi milagrosa que implica contar con ese orden que nos permite producir y reproducir una sociedad abierta, dinámica, con un margen amplio de libertades y riesgos.
Al mismo tiempo enfrentamos variados problemas inherentes al capitalismo democrático, marcados en nuestro caso por un nivel apenas mediano de desarrollo y una economía coyunturalmente floja; unas capacidades y condiciones de bienestar desigualmente distribuidas; un Estado poco efectivo y de bajo desempeño en servicios claves, y un contexto externo de alta incertidumbre.
Sobre todo, enfrentamos estos problemas con la complicación adicional de una crisis de conducción y gobernanza, que envuelve la confianza en el sistema político, en la administración Bachelet II, en la NM y en el conjunto de la élite política.
La acuciante pregunta que como un fantasma algo angustiado recorre nuestras preocupaciones y conversaciones es si acaso tenemos las fuerzas (políticas, culturales, de opinión y articulación, de voluntad de ser y poder) para superar dicha crisis. Mi razonamiento conduce a pensar que la NM —tal cual hoy existe, se halla conformada y es dirigida— no está en condiciones de encabezar esa superación. (El Líbero)
José Joaquín Brunner