La Presidenta y el Papa

La Presidenta y el Papa

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Apenas anteayer la Presidenta Bachelet se reunió con el Papa Francisco y el secretario de Estado del Vaticano. Y en sus declaraciones -es de esperar que no haya sido producto de la reflexión, sino del entusiasmo- propagó un par de errores que una sociedad democrática no puede permitirse.

El primero consistió en prometer al secretario de Estado que la Iglesia -la Iglesia como tal- tendría participación en el debate constitucional:

«Las iglesias pueden dar a conocer su perspectiva (…) cosa que sin duda yo le he asegurado, porque justamente cuando hablamos de un proceso constituyente, hemos hablado de que participen los distintos estamentos (…) que esta no sea una discusión de una élite…».

Tal cual.

Por supuesto, si la Presidenta se hubiera referido a la Iglesia en el sentido griego (al pueblo), el problema no sería mayor. Pero no. Ella se refirió a las distintas confesiones religiosas y a sus formas asociativas que, en tanto tales, debieren participar del proceso.

Pero si las iglesias, las confesiones religiosas, debieren tener una voz en el debate, como la Presidenta prometió al Vaticano, ¿por qué no los sindicatos, las organizaciones estudiantiles, las organizaciones empresariales, en suma, las diversas formas asociativas que existen entre el individuo y el Estado? Lo que vale para una, vale para todas las otras, pero eso equivale a corporativismo.

Es probable que, sin darse cuenta, la Presidenta haya dado un paso extremadamente peligroso, que es convertir el debate constitucional en el principio de una democracia orgánica donde la representación política a cargo de los partidos y los ciudadanos (que es propia de la democracia en sentido estricto) es desplazada por la representación de lo que Hegel llamaba corporaciones. Algo así fue el principio del fascismo. Y algo de esa índole se había propuesto en Chile solo por Pedro Ibáñez y Carlos Cáceres. Múltiples colectividades que, como un compacto arrecife de coral, arrastran y sustituyen al individuo. La sociedad como la suma de colectividades en cuyo interior -y solo en cuyo interior- el individuo adquiere relevancia.

La confirmación de que la promesa de participación que se hizo a la Iglesia es fruto de una preferencia por lo colectivo, por lo corporativo, se confirmó en las declaraciones que la misma Presidenta efectuó a la salida de su entrevista con el Papa:

«Hablamos de la crisis de confianza (….). Y que todos quienes tenemos un rol en lo político y en lo moral podamos hacer que el valor de lo colectivo sea un valor importante», concluyó.

Como se observa, hay una estricta consonancia entre la promesa de participación a las iglesias (y con ellas a todas las corporaciones) y una preferencia por lo colectivo.

Se trata de un error grave.

Las sociedades abiertas y democráticas descansan en la idea de que el individuo -su voluntad, sus decisiones y su plan de vida- es un área, un ámbito, inmune a las decisiones de los demás, algo que escapa a la injerencia no consentida de los otros. En suma, las democracias se esmeran por erigir al individuo y no a la colectividad como un valor. El sueño de vivir abrigado por la colectividad -para escapar al frío del mercado o los rigores de la vida- es un sueño incompatible con los principios liberales que subyacen a la democracia.

Pero no es solo la idea de individuo la que está en peligro. Cuando, como lo hizo la Presidenta, se ensalza lo colectivo como un valor, se pone en riesgo la idea de responsabilidad. Y es que cuando un colectivo como tal se hace cargo de un asunto, nadie se hace cargo. Jorge Millas lo dijo alguna vez de manera inmejorable: «La absurda pretensión ético-sociológica de que todos sean responsables no puede sino conducir a la inmoralidad de que nadie de verdad responda». Lo decía a propósito de la universidad, pero lo mismo puede decirse a la hora de la política.

En fin, la simple apelación a lo colectivo suele esconder una peligrosa falacia que suprime el escrutinio racional de las decisiones. Del hecho que un colectivo adopte una decisión, no se sigue que esa decisión sea mejor, más verdadera o más digna de estima que cualquier otra. El mero número de personas que profiere un enunciado no es una razón para confiar en su verdad.

No hay duda.

Ni la Iglesia debe participar como tal en el debate constitucional, ni lo colectivo por sí mismo es un valor, por más que, animados por lo que podría llamarse catolicismo político, lo proclamen la Presidenta y el Papa.

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