“Ninguna revolución se apaga con un proceso institucional”, me dijo un historiador hace poco tiempo atrás. No queda más que darle la razón cuando leemos las declaraciones que el senador comunista Daniel Núñez dio a El Mercurio la semana pasada. En una extensa entrevista afirma que el gobierno debe estar con los dos pies en la calle y los dos pies en La Moneda. Critica la demonización de las movilizaciones, marchas y diálogo con las bases sociales y plantea, sin ambages, que las reformas radicales y transformadoras de su sector deben avanzarse con apoyo de la movilización social. Por supuesto, no se le pregunta si, dado que esas transformaciones fueron ya rechazadas en dos oportunidades, no sería antidemocrático insistir en ello.
En Chile la extrema izquierda hace y deshace sin límites. Los autodenominados políticos de oposición no parecen saber demasiado de historia y, contrariando la experiencia empírica, actúan como si los dos procesos constitucionales y la pandemia hubiesen tenido un efecto terapéutico en las mentes de los revolucionarios extirpando su deseo de refundar el país por la vía violenta, también llamada movilización social. Para referirse eufemísticamente a esa parte de ciudadanos que está invocando el senador comunista porque quiere imponer a las mayorías pacíficas su proyecto político por la fuerza, la prensa habla de “la calle”, como si por el solo hecho de tratarse de personas sin nombre estuviésemos frente a un espectro de la virtud democrática cuando es justamente lo contrario.
La desconexión total de la realidad del país que observamos no solo en parte importante de la prensa, sino en las directivas de los partidos aún intoxicadas con la “solución institucional” que en su fantasiosa cosmogonía detuvo el avance de la revolución octubrista (cuando lo hizo la pandemia), constituye una de las causas por las que es tan grave la reforma que se propone al sistema político. Basta recordar las últimas primarias de Chile Vamos y el triunfo de Sebastián Sichel, un outsider que capitalizó el cansancio y distanciamiento de las bases militantes respecto de las directivas de aquellos partidos que debiesen ser la fuerza viva de la oposición al proyecto de transformar al país en la tumba del neoliberalismo. Si consideramos que apenas el 3% de los electores milita en un partido y que, en general, las directivas están completamente desconectadas no sólo de la realidad, sino también de las bases, lo peor que nos puede pasar es que el sistema electoral asfixie la posibilidad de outsiders que se mueven dentro del esquema institucional. ¿Por qué? Simple. En un escenario en el que los partidos no convocan a las mayorías ni cuentan con el respaldo de una sólida militancia, la decisión de mermar el peso del voto ciudadano sólo puede conducirnos hacia un desastre aún mayor. ¿En qué sentido afecta la reforma propuesta el poder del voto?
Primero, quedarán fuera de la esfera pública candidatos con altas votaciones cuyos partidos no hayan alcanzado el umbral del 5%. Segundo, perderán su escaño los legisladores independientes que comiencen a militar en un partido distinto al que declaró su candidatura o renuncie al comité parlamentario del partido que la haya declarado. Andrés Dockendorff afirma que este es “un incentivo correcto toda vez que fortalece a los partidos y reduce el margen de los díscolos”. Lo que Andrés no está teniendo en consideración es que la reforma se realiza en un contexto de alto grado de desafección de la ciudadanía hacia los partidos y, en consecuencia, abre la puerta a algún líder tipo Hugo Chávez que, viniendo desde fuera de la institucionalidad, logre convocar a las masas apolíticas e imponerse con los devastadores efectos de los que tantas veces ha sido testigo la historia. Quizás Andrés y muchos otros analistas no lo sepan, pero en el país ya contamos con un outsider que amenaza con fusilar a parte de la casta política. Y créame, no cuenta con pocos seguidores.
En definitiva, si lo que se busca con la reforma política es establecer una especie de Pacto de Puntofijo chileno, acuerdo firmado en 1958 por los partidos tradicionales en Venezuela que terminó por consolidar una partitocracia oligárquica, no vamos por buen camino. Indicios de dicho tránsito son el antidemocrático segundo proceso constituyente, el vuelco del Partido Republicano en contra de sus propias consignas respecto a su rechazo a los dos procesos y el apoyo irrestricto de las directivas de los partidos de oposición a parte importante de las propuestas de la extrema izquierda. Ante este escenario no queda más que reconocer que constituye una irresponsabilidad de marca mayor debilitar la relación entre los representantes y los electores en favor de las directivas de partidos que no sólo no cuentan con la confianza de la ciudadanía en general, sino tampoco de sus militantes en particular.
En este contexto, la próxima crisis podría terminar por consolidar el rechazo a los políticos expresado en la segunda papeleta del plebiscito de entrada en que, no lo olvidemos, el 79% votó en contra de la participación de los políticos en la redacción de una nueva Carta Magna. Peor aún, conviene recordar que el Rechazo se impuso gracias a que los políticos se encerraron en el closet y no tuvieron ninguna participación pública en la campaña. Ante el rechazo de los ciudadanos hacia la casta política sólo algunas personas, todavía desde dentro de la institucionalidad, como el caso de Catalina San Martín en Las Condes, tienen hoy capacidad de congregar a la ciudadanía y representarla. Si asfixiamos esa última posibilidad democrática y transitamos hacia una partitocracia estaremos pavimentando el camino a los sectores antidemocráticos. Estos, hoy neutralizados por estar en el poder, con los dos pies en la calle, sólo tendrán que posicionar a un líder carismático para transformar la próxima crisis en una revolución exitosa. (El Líbero)
Vanessa Kaiser