A propósito del proyecto de ley que busca garantizar “el derecho a no padecer dolores o sufrimientos intolerables, evitar la prolongación artificial de la vida y solicitar la asistencia médica para morir”, el psiquiatra Otto Dörr se pregunta, en su columna publicada recientemente por este medio, si es posible que una persona pueda ser objeto de eutanasia contra su voluntad.
La respuesta categórica es no. No es posible. Veamos en detalle por qué.
El proyecto dispone que solo quienes estén en pleno uso de sus facultades mentales podrán tomar la decisión de solicitar la eutanasia, es decir, el paciente debe “contar con la certificación de un médico psiquiatra o un médico especializado en medicina familiar que señale que, al momento de la solicitud, el solicitante se encuentra en pleno uso de sus facultades mentales, descartando enfermedades de salud mental que afecten la voluntad del paciente”, y además se requiere “manifestar su voluntad de manera expresa, razonada, reiterada, inequívoca y libre de cualquier presión externa”. Por ello, para ser responsables con el debate y evitar malas interpretaciones, somos categóricos en descartar terminantemente cualquier tipo de eutanasia involuntaria.
Ahora, ¿cómo se garantiza la voluntariedad de la decisión en el caso de pacientes con algún tipo de inconsciencia o demencia? El proyecto es claro y muy riguroso: “En caso de que el paciente se encuentre inconsciente y dicho estado sea irreversible, o esté privado de sus facultades mentales, procederá la asistencia médica para morir solo en el caso de que medie una declaración que conste en un documento de voluntad anticipada”.
Sobre las voluntades anticipadas, la académica Javiera Bellolio —luego de admitir que ellas respetan de manera adecuada los deseos de la persona— apunta que “no siempre es posible tener la certeza de que en este nuevo escenario la persona no querría seguir viviendo”. Y este es un temor que es necesario despejar.
Nuestro ordenamiento jurídico reconoce a las personas dos tipos de capacidades jurídicas. La primera es la capacidad de goce, para adquirir derechos y obligaciones, y la segunda es la capacidad de ejercicio, que le faculta para obrar por sí misma en la vida civil, es decir, ejercer derechos y obligarse sin la autorización de un tercero.
Fundados en esta normativa es que, por ejemplo, para poder otorgar un testamento es necesario que la persona sea “capaz”, de suerte que el artículo 1006 del Código Civil dispone que “el testamento otorgado por una persona incapaz que posteriormente se torna capaz es nulo; mientras que el testamento conferido por una persona capaz que posteriormente cae en incapacidad no se invalida por dicha causa”. Dicho de otra manera, si después de testar sufre usted un accidente o enfermedad que le deja sin posibilidad de expresar válidamente voluntad, el derecho le garantiza que las decisiones que tomó mientras era capaz van a ser respetadas.
La razón por la que los testamentos —que son un tipo de voluntad anticipada— no son puestos en duda cuando el testador, ahora demente, los impugna reposa en el hecho de que es el único modo en que el derecho puede darnos certeza jurídica. Cuestionarnos, por ejemplo, cómo podemos saber si en un nuevo escenario de demencia o incapacidad la persona podría haber cambiado de opinión sobre si ser o no donante de órganos, distribuir de tal o cual manera sus bienes o decidir sobre el modo en que quiere morir es un error, pues implica desconocer de raíz los presupuestos en los que se fundan todos los actos jurídicos válidos para el derecho, lo que haría la vida en sociedad imposible.
De este modo, con los resguardos que establece el proyecto de ley en discusión y las demás normas de nuestro ordenamiento jurídico, podemos estar razonablemente seguros de que las decisiones que tomemos sobre nuestros órganos, nuestros bienes y nuestros últimos momentos de vida serán observadas una vez que ya no estemos en condiciones de decidir por nosotros mismos. Y esa es la mejor garantía del respeto a nuestra dignidad humana que el derecho nos puede dar. (El Mercurio)
Alejandra Zúñiga