A esta altura hay pocas dudas ya de que se ha puesto en marcha una recomposición del cuadro político. La progresiva disolución de la Nueva Mayoría (NM) es el síntoma más evidente, con la conformación de dos polos; un progresismo laico con reivindicaciones de izquierda tradicional y la emergencia de una corriente de centroizquierda impulsada por la DC. El surgimiento de un frente político-social de izquierda que comienza a hacer su tránsito desde la calle hacia las instituciones —del carisma profético a las rutinas burocráticas— es una siguiente señal. La disputa por las posiciones, ideologías y electores del centro agrega un tercer elemento. Finalmente, el espacio de la derecha se encuentra en disputa entre sensibilidades más liberales y conservadoras, posturas más cosmopolitas y nacionalistas, y orientaciones más proclives al individualismo posesivo (Macpherson) o al comunitarismo.
En general, la recomposición en curso enfrenta dos grandes incógnitas: una mira hacia dentro de la sociedad y la cultura política nacional; la otra se dirige al contexto político-ideológico internacional. Una se refiere al vínculo perdido entre el sistema político y la sociedad civil; la otra al clima ideológico que rodea la formación de nuevos discursos o narrativas políticas más allá de nuestras fronteras. En la columna de hoy reflexionamos sobre la primera de estas incógnitas (hacia adentro), mientras la próxima semana retornaremos la segunda interrogante (hacia afuera, hacia el panorama ideológico internacional).
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Por el lado interno, entonces, está la incógnita que podemos llamar de los personajes en busca de autor. ¿A qué autores sociales representan los personajes políticos (partidos y movimientos) que ocupan la escena de la recomposición? Es decir, ¿a qué grupos, estratos, sectores o clases sociales —sus ideas, intereses y expectativas— expresan los agentes políticos y sus coaliciones o alianzas?
Responder a estas interrogantes nos lanza de inmediato al centro del torbellino producido por la implosión del sistema (su silencioso y gradual colapso sobre sí mismo), y nos debiera dar pistas sobre las direcciones que toman los procesos iniciales de recomposición.
Por ejemplo, el Frente Amplio —el sector más antisistema y con la retórica más intensamente anticapitalista, rebelde y dotada de un cierto purismo de las convicciones— aparece por el momento como un movimiento expresivo de jóvenes adultos del estrato ABC1. Paradojalmente son ellos, un nítido resultado de la revolución de la educación superior experimentada por nuestra sociedad desde 1990, quienes encabezan la crítica de una de las principales modernizaciones socio-culturales impulsadas por los gobiernos de la Concertación.
Al contrario, estos jóvenes no son como, resulta de suyo evidente, una manifestación de los pobres y excluidos, de los marginados y explotados, de los sometidos al peso de los poderes fácticos y las élites. Más bien, ellos aparecen como una élite contendiente frente a las élites incumbentes, sobre todo de la izquierda tradicional. Son un movimiento de base universitaria, de alta cultura; una generación de recambio; una juventud de sectores medios con pretensiones intelectuales y de poder.
En esto se parecen, efectivamente, a los antiguos núcleos que dieron origen al Mapu, la Izquierda Cristiana e incluso al MIR, con todas las diferencias de época, circunstancia cultural y contexto de sociedad. Antiguamente, los analistas marxistas, cercanos al PC sobre todo, decían de estos movimientos que se trataba de típicos grupos pequeño burgueses que perseguían transformar su capital educacional y cultural en capital político (votos) y, más adelante, en capital burocrático como nueva “nobleza de Estado” (Bourdieu). Habrá, pues, que esperar para ver qué futuro depara la suerte a este estrato de jóvenes profesionales que se preparan para ingresar a los laberintos del poder por la puerta de la institucionalidad.
Es probable que el PC mire hoy con similar desconfianza que ayer a estos grupos que concurren a formar el Frente Amplio. No sería raro, incluso, que en las conversaciones de sus dirigentes los tilden de estar aquejados por esa enfermedad que en tiempos más felices los comunistas pro-soviéticos denominaban “infantilismo revolucionario”. Solo que ahora el PC ya no tiene ni el prestigio ni la influencia de los que algún día gozó en la izquierda. Por lo cual prefiere guardar sus opiniones, tratando de imaginar qué futuro le depara la competencia con aquellos grupos que surgen a la siniestra de su actual posición en el mapa ideológico.
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De hecho, los sectores más pobres, vulnerables y desaventajados de la sociedad no tienen actualmente una clara expresión en el campo de la representatividad partidaria. Quizá porque ya no tienen la gravitación electoral de hace 30 o 60 años atrás. Otra paradoja: quienes más hablan de pobres, de programas focalizados en la pobreza, de políticas para los que se han quedado rezagados frente al progreso de la sociedad, son los partidos de la derecha y algunas expresiones (viejas o nuevas) de centroderecha y centroizquierda. No, como se habría esperado en el siglo pasado, los partidos Comunista y Socialista.
Más bien, estos últimos son personajes que han enmudecido en medio de su búsqueda de autores (actores sociales). Sobre todo el PC, que desde el colapso de los socialismos reales y la URSS no sabe exactamente qué visión de mundo sostiene y en nombre de quién. ¿Proletarios sin más que sus cadenas que perder? ¿Trabajadores del campo y la ciudad, franja cada vez menor dentro de la actual composición socioeconómica y ocupacional de las sociedades capitalistas? ¿Explotados y masa marginal? ¿Obreros industriales sindicalizados?
En realidad, el PC es una fuerza orgánica sin pueblo al que interpelar. Las masas consumidoras, los estratos medios, los grupos aspiracionales, las variadas pequeñas burguesías, los movimientos de minorías de todo tipo, todo eso le resulta ajeno al PC y a sus anacrónicas categorías de comprensión (incomprensión) de la sociedad. Es un partido mentalmente envejecido.
Algo similar le ocurre al PS, que además ha quedado atrapado en el dilema de si debería profundizar sus rasgos de modernización socialdemócrata, al estilo del discurso de Ricardo Lagos, o volcarse hacia una izquierda soñadora para allí disputar un espacio o converger con el Frente Amplio, o bien si le conviene mantener su actual status como partido-de-Estado, tratando de prolongar la administración Bachelet con una administración Guillier.
Está claro que el PS abandonó la primera de estas alternativas al defenestrar a Ricardo Lagos. Hoy se debate entre su cercanía al poder estatal y la nostalgia —que muchos de sus dirigentes sienten— por las trincheras revolucionarias y la crítica de la gobernabilidad democrática.
Es la vieja pugna en el alma del PS entre la pureza de las intenciones revolucionarias y la necesidad de someterse a las reglas de la democracia liberal y comprometerse en un pacto (siempre tenso y contradictorio) con las lógicas del capital y los mercados. El PS ha pagado en días recientes el precio de sus propias ambigüedades frente a este pacto que, como una sombra, persigue a las izquierdas en el mundo entero. No se puede ser de este mundo y a la vez salvar el alma sin contaminarse con el capitalismo.
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Es notable, en efecto, cómo los personajes de nuestra política progresista —los partidos y sus alianzas de la centroizquierda hacia la izquierda— andan tras lenguajes que les permitan cubrir su orfandad ideológica (de visión de mundo y sociedad futura) llenándola con los autores de “nuevas narrativas”: feminismo y reivindicaciones de género, minorías étnicas, grupos LGBT (lesbianas, gays, bisexuales y transexuales), animalistas, ecologistas y verdes de diversas orientaciones, defensores de intereses locales y regionales, movimientos pro-elección y pro-vida, protección del consumidor, organismos de sociedad civil, ciclistas, causas solidarias variadas, etc.
Esta es la política siglo XXI que refleja la enorme diferenciación que trae consigo la contradictoria modernización de las sociedades en su desarrollo. Ya no hay dos clases fundamentales contrapuestas ni un sencillo esquema de pocos sectores ocupacionales. Las mismas clases sociales —antaño motor de la historia— han desaparecido para dar paso a fragmentos de sociedad, flujos y movilidades, centros y periferias, movimientos y organizaciones, segmentos y públicos, opiniones y consumidores.
Surge así una serie de nuevos ejes demográficos, culturales, de valores y estilos de vida, de formas de vivir y morir, de inserción en los mercados y en los procesos productivos, que van dibujando la topografía de la sociedad contemporánea. Y son esos fenómenos sociales e ideológicos, agrupados en torno a estos ejes, los que ahora buscan manifestarse en la esfera de la política y de la representación democrática.
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La derecha no parece ser sensible todavía a estas nuevas narrativas y configuraciones, aunque más recientemente, y con la inyección de una emergente intelectualidad pública dentro de dicho sector, se empiezan a escuchar voces que reconocen y se hacen cargo de esta topografía emergente en la sociedad chilena.
Sin embargo, no es claro que logre penetrar muy dentro de las diversas capas medias y abandonar su tradicional carácter burgués y de identificación con los estratos pudientes, el gran empresariado y una concepción demasiado lineal de las virtudes del crecimiento y la racionalidad del mercado.
Le ha costado a la derecha entender que esta racionalidad instrumental y calculadora, que se precia de ser la más eficiente y rentable, es sin embargo completamente contraria a las éticas fraternales y a las comunidades valóricas, como bien enseñaba, en cambio, Max Weber, el gran sociólogo de comienzos del siglo XX.
De allí que a la derecha le resulte difícil también desprenderse de su estilo gerencial y de los lenguajes y símbolos del triunfador, el éxito, el líder, el campeón, la excelencia y de todo ese (odioso) imaginario que reduce la sociedad a un enorme torneo donde todos compiten y supuestamente ganan los mejores; imaginario que ahora se viene abajo trizado por mil brechas y desigualdades materiales, culturales, de dinero, conocimiento, influencia y poder.
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¿Quiénes, entonces, podrían representar políticamente a esos múltiples nuevos actores que han ido emergiendo de la modernización, diferenciación y racionalización del capitalismo nacional, y de la globalización económico-cultural, al mismo tiempo que a los tradicionales sectores obreros y de la antigua clase media transformados por esos mismos procesos?
¿Un Macron chileno, como imaginan algunos ilusos, atribuyendo al “centro político” un poder mágico que sólo logró construirse en Francia laboriosa y audazmente, y en circunstancias del fracaso del socialismo tradicional, de las nuevas y viejas izquierdas y frente a la amenaza de una derecha nacionalista, retrógrada, xenófoba y autoritaria?
¿O acaso el PPD, que nació justamente con esa impronta y vocación, pero devino últimamente en una rara mezcla de caudillismo, futurismo, burocratismo, oportunismo, una pequeña Torre de Babel, con su lenguaje confundido de modo que no se entienden los unos con los otros?
¿O bien un predicador populista de última hora que cultive la anti-política y lance a las masas contra las élites y a la fuerza contra la razón, sea que el líder salvífico provenga de las derechas o las izquierdas o de alguna corporación o gremio?
Seguramente Chile no seguirá por ahora ninguno de esos caminos.
Más bien, habrá una disputa por aquel centro simbólico de ideas, expectativas, propuestas y votantes —personajes en busca de un autor— entre la DC, una NM redefinida (incluso con nombre distinto) si acaso pudiera volcarse hacia un nuevo espíritu reformista, cosa difícil de imaginar, y aquella derecha que busca ser centroderecha si, por su lado, pudiese completar una mutación cultural que recién comienza.
La DC entra a esta disputa con ventajas por su identidad histórica y su reivindicación de una visión menos mecánica de la sociedad, del capitalismo y de la democracia.
Paradojalmente, en esta época post secular, la DC tiene el beneficio de su fondo cultural cristiano, con toda su tensión ética respecto del capitalismo y un auto entendimiento no puramente racional-instrumental y científico de la modernidad. Pero, a la vez, carga en Chile con el peso de sus ambigüedades político-culturales durante los últimos años y de sus tensiones internas no resueltas.
Sobre todo, necesita hacer frente a la dificultad de afirmar simultáneamente su propia identidad (humanista, comunitaria, democrática, reformista, moderna en clave no puramente instrumental y secularizante), junto con la apertura a una construcción asociada a ideas liberales, socialdemócratas de tercera vía, socialistas renovadas. Es decir, abrirse hacia un horizonte cultural mucho más complejo que aquel del siglo pasado, la Guerra Fría y el “camino propio”.
El Líbero